Una larga tradición de reflexiones sobre la condición del “intelectual” nos invita a asociar esa figura con la del viejo Sartre, que a su vez se recorta sobre el fondo de la de Voltaire: la del habitante del mundo de las letras que puede alumbrar con la luz de la razón el camino y las luchas de los otros. El proverbial estrabismo del autor de ¿Qué es la literatura? se volvió una eficaz metáfora de esta capacidad de un hombre para mirar al mismo tiempo esos dos mundos diferentes: el de la vida del espíritu y el de la historia de los pueblos. El compromiso era el nombre del puente que le permitía al intelectual pasar de uno de esos ámbitos al otro. ¿Pero y si no se tratara de dos mundos diferentes, o si esa diferencia, esa separación, fuera justo aquello que el intelectual debería combatir? ¿Y si la tarea intelectual no fuera la de andar llevando lámparas, a través del puente del compromiso militante, del mundo de las ideas al mundo de las luchas, sino la de empeñarse en sostener una actitud de lucha en el seno de la discusión de ideas al mismo tiempo que no abandona el espíritu de la crítica en la asamblea y en la plaza? ¿Si lo que definiera a un intelectual fuera la capacidad para desprenderse del prejuicio que lleva a imaginar no sé qué privilegio del lenguaje que se habla en uno de esos mundos, y junto a eso a suponer que debería empeñarse en aprender a “traducir” ese lenguaje para que algo de lo que en él se puede articular llegue después a la otra orilla?
Teórico de la traducción, sobre la que escribió un libro formidable, Horacio González nunca imaginó que se tratara de eso. Hablaba como militante en la Universidad y como crítico en las asambleas. Pero hablar “como militante” no quería decir hablar, en la Universidad, en el lenguaje de las barricadas: quería decir no perder de vista el carácter público de lo que se hacía cuando se hablaba en la Universidad, quería decir no perder de vista el carácter público de la propia Universidad, y por lo tanto el talante político de la lucha por la emancipación del lenguaje que ahí se hablaba frente a las más diversas formas del silenciamiento de la disidencia que apenas se disimulaban y se disimulan en su seno tras el torpe vestido de la “seriedad”. Fue Horacio quien nos hizo notar en los 90 el modo en que nuestra verba universitaria se iba llenando de fórmulas que venían del mundo de las finanzas y los bancos: puntos, interés, créditos… Si a la aceptación acrítica de todo ese montón de boberías se la empezaba a identificar como la forma de práctica “madura” de la actividad universitaria, Horacio desafiaba toda esa complicidad politizando la discusión sobre la lengua en el interior de la academia. Y hablar “como crítico” no quería decir hablar, en las plazas y en las asambleas, en el lenguaje de la Universidad: quería decir no abandonar la inspección rigurosa y el señalamiento lúcido de todas las formas de la complicidad que se esconden en nuestro lenguaje, incluso –y a veces sobre todo– en el de la autocomplacencia militante.
Por esto es que había algo de desacomodamiento, siempre, de la lengua de Horacio en todas partes, algo que “no se entendía”, que nos resultaba opaco, pero en cuya misma opacidad intuíamos que había algo, de otro orden, que entender. A Horacio no se lo entendía en las asambleas, pero no porque hablara “difícil”, “como en la Universidad” (¡si en la Universidad se habla facilísimo: en ningún lado se habla más fácil que en la Universidad!), sino porque le reclamaba más crítica (es decir: más política) al lenguaje de los militantes. Y no se lo entendía en la Universidad, pero no porque hablara “fácil”, “como en las asambleas” (¡si en las asambleas se habla dificilísimo: en ningún lugar se habla más difícil que en las asambleas!), sino porque le reclamaba más política (es decir: más crítica) al lenguaje de los universitarios. Horacio hablaba, en todos los lados en los que hablaba (que eran todos los lados: la Universidad y las asambleas, los partidos y los gremios, la plaza y la Biblioteca) agregándole un plus al lenguaje en el que se esperaba que lo hiciera, al lenguaje que se hablaba y que se habla en cada uno de esos ámbitos por los que se deslizaba y por los que hacía que se deslizara su palabra. Ese plus era la medida exacta de lo que él no entendía (y reivindicaba no entender) de esa expectativa, y de lo que nosotros no entendíamos de él, como si no se hubiera pasado la vida escribiendode mil modos distintos que la capacidad del lenguaje y de las conversaciones no es la de permitirnosentender nada ni entendernos, sino la de provocar en nosotros un estremecimiento en el momento en que se suspenden todas las creencias.
Había algo de inquietante en esto. Los años 80, de la “transición a la democracia”, habían transcurrido en la Argentina bajo el signo de un conjunto de teorías “optimistas” acerca del lenguaje, que se presentaba como conjuro frente al horror sin nombre de lo que había pasado.La ética picaresca, el más weberiano de los libros de Horacio, escrito bajo el notorio influjo de su maestro brasileño Gabriel Cohn y publicado a comienzos de los 90, nos despabilaba de tanta ingenuidad y nos convocaba a pensar la política de la mano de una forma (cierto que amable, tolerable) del pensamiento trágico. La picaresca es la forma menor de la tragedia. Años después, Horacio ofrecería en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA un curso sobre el pensamiento del filósofo alemán Jürgen Habermas. Que pensaba la sociedad bajo la forma de una conversación, y a esa conversación con la esperanza de un acuerdo mutuo de los hablantes que participan de ella. Claro que había una cantidad de “peros”: Pero hay clases sociales. Pero hay opresores y oprimidos. Pero hay “ruidos” en la comunicación. Esos “peros” son las notas a pie de página de la teoría de Habermas, que gracias a ellas puede mantener un tono general de optimismo sin ser en verdad culpable del candor que más de una vez se le ha imputado. Lo que hacía Horacio era entonces darlo vuelta a Habermas y ponerlo “sobre sus pies”: hacer de todos esos “peros” el corazón de una gran tesis sobre el malentendido, y mandar a pie de página la rareza de una comunicación posible como un caso límite de la teoría.
El malentendido es el tema permanente de la obra de González. “Entendimos mal porque entender mal es una manera de izquierda de entender las cosas”, les decía a León Rozitchner y a Eliseo Verón hace una punta de años, respondiendo a la crítica sobre el error en el que habría consistido entender las palabras de un viejo general ordenancista como las de un líder revolucionario. Entendimos mal, entendimos diferente, porque entender diferente es un recurso propio de toda acción política. No se entiende parmenídicamente nada. Se es lo que no se es, no se es lo que se es. Que es la versión gonzaliana de aquella fórmula de Cooke que no se cansaría de repetir y de explicarnos: “En la Argentina los verdaderos comunistas somos nosotros, los peronistas”. Y remataba González esa nota que estoy recordando: “Entendimos mal porque nuestra diferencia era correcta. Entendimos diferente porque eso era entender bien”. Leí por primera vez estas frases (que preparaban tantas otras que después leeríamos en La ética… y más tarde en el Perón) hace tres décadas y media, y voy a evitar el chiste idiota de decir que no sé si las entendí. Pero entendí, eso sí lo sé, que había en ellas un modo de pensar las cosas, el lenguaje, la política y la historia, que hacía toda la diferencia. Horacio es el nombre de una diferencia en la historia de las ideas, en la cultura y en la política argentina. Causa vértigo imaginar todo eso, ahora, sin esa diferencia. Causa vértigo pensar la Argentina sin González.