Igual que todo el mundo, Madame Realismo tenía una madre, y su madre había comprado y colgado dos reproducciones de viejos maestros en la casa familiar. Una de Van Gogh: un hombre barbudo chupando una pipa. Otra de Renoir: una chica pelirroja jugando con una pelota o una manzana dorada. Como había pelirrojos en la familia, Madame Realismo supuso que la chica era pariente y también supuso que el hombre barbudo era uno de sus abuelos: ambos habían muerto antes de que ella naciera. De niña Madame Realismo pensaba que todos los cuadros que había en su casa tenían que ver con su familia. Más tarde comprendió que no era tan así.
No sin cierta reticencia, fue a un museo de Boston a mirar pinturas de Renoir. Para entonces sentía una especie de desesperación cuando, en el marco de una institución, miraba y juzgaba algo que ya no podía sentir o vivenciar como antes. La propia Boston era un espacio de contradicciones y definiciones provisorias. Madame Realismo sabía, por ejemplo, que en Boston las artes estaban lideradas por los brahmanes, que los irlandeses dominaban la maquinaria política y que la población negra debía luchar a brazo partido para tener acceso a algo. Pero en una institución como un gran museo, donde la gente forma fila democráticamente para contemplar arte, esos problemas son el fondo sobre el cual se expone ese arte.
Madame Realismo se movía con la multitud y, en otro sentido, la multitud la movilizaba. “Sinatra cumple 70 este año”, escuchó que una mujer le decía a otra mientras retrocedían para mirar un cuadro. Esta pintura no tiene nada de Sinatra, pensó Madame Realismo. Ni del muchacho esmirriado y flaquísimo de Nueva Jersey que triunfó en grande y que por un breve momento estuvo casado con Ava Gardner, también delgada entonces. Por otra parte (uno tiene tantas partes en estos días), Sinatra había subido como leche hervida hasta la cima, y en eso no se diferenciaba de Renoir, que era hijo de un sastre. La multitud se aglomeraba, sobre todo ante las pinturas que tenían puntos blancos en los cartelitos: las elegidas del museo para instruir auditivamente al público a través de máquinas. Madame Realismo deambulaba entre la gente y escuchaba tanto como miraba.
Delante de un desnudo, una joven le preguntó a otra: “¿De verdad te parece que las mujeres eran así de gordas?”. Madame Realismo se llevó automáticamente la mano a la cadera. Se esforzó por escuchar la respuesta, pero la multitud la arrastró y tuvo que completar la frase como pensaba que sería. En aquella época las mujeres tenían permitido ser más gordas, era lo que se estilaba. Te consideraban más deseable, más voluptuosa. Tenías más cuerpo para ser amada. Aún no se habían inventado las dietas. Por un instante, Madame Realismo se sintió inhibida ahí parada, sola frente a ese desnudo, la mano apoyada sobre su propia cadera decimonónica. Se acordó de Frank Sinatra y supuso que, por más problemas que hubiera tenido, jamás había tenido problemas de peso. Todo lo contrario, pensó, y pronunció mentalmente la frase según su versión del acento de un abogado inglés.
Esas pinturas no le gustaban. Cuando no bordeaban lo grotesco eran casi ridículas, y entonces sí resultaban interesantes. ¿Qué le había pasado a Renoir en su ascenso a la cima? ¿Se habrá sentido tan incómodo que lo que pintaba reflejaba su incomodidad ante un tipo de fealdad? Las mujeres eran pura carne, sobre todo puro pecho; y las caras de hombres, mujeres y niños estaban vacantes. Madame Realismo imaginó el letrero HAY VACANTES colgado sobre Bocetos de cabezas, como el anuncio de habitaciones disponibles en un motel barato.
[…] Dos mujeres conversaban, metidas en su mundo, y Madame Realismo las escuchó casi sin querer. La primera decía: “Tenía un departamento cerca de la casa de su art dealer, y su esposa no sabía nada, y tuvo que distorsionar la cara para que no reconociera a la modelo. Por eso hacía las caras como penes y vaginas”. “¿Las caras?”, preguntó la segunda. “Sí”, dijo la primera. “¿Ves esa nariz que sobresale? Es un pene.” Madame Realismo supuso que estaban hablando de Picasso, porque, si bien era cierto que podían decirse muchas cosas de Renoir, sus narices de ningún modo parecían penes. Aunque, después de ver una pintura tardía de desnudos, hubiera querido correr a esas mujeres para decirles que un codo de Renoir parecía un pecho. O un durazno. Duraznos y pechos. Los duraznos se parecen mucho más a la carne humana que las manzanas o, para el caso, las cebollas. Una frutera con pechos: una naturaleza muerta. Volvió a mirar las caras como máscaras de los niños, las caras escondidas de los hombres que bailaban con mujeres cuyas caras y cuerpos estaban expuestos. Si eran máscaras, ¿qué escondían? Madame Realismo se acercó a la pintura, como si esta fuera a revelarle algo. Pero solo vio pinceladas. Decepcionada, siguió su camino pensando en D.H. Lawrence y en cómo la carne y sus pasiones rechazan la educación y la clase social, y en cierto sentido están acostumbradas a desafiarlas. Quería mirar esas pinturas con un estado de ánimo más afín a la simpatía que a la indiferencia. Pero por algún motivo esa evocación de la vida sencilla y sus alegrías, la familia satisfecha y los jardines del Edén, no solo no le producía placer sino que la hizo tomar conciencia de que tenía hambre. Madame Realismo no era de aguantar las ganas y moría de ganas de ir a comer algo. Pero había más cosas para ver.
Frente a Muchacha dormida, oyó que dos mujeres comentaban que el gato pintado era idéntico al que tenían en casa; era tan pero tan real... hasta las almohadillas de las patas. “¿Pero la chica no parece un poco incómoda?”, dijo una. Madame Realismo asintió en silencio. El pintor había colocado a la chica dormida en esa posición para que la luz cayera sobre sus hombros desnudos y su pecho parcialmente expuesto. Se suponía que era una posición natural, pero cualquier travesti te diría que la naturalidad no es algo fácil de lograr. Aunque, según uno de los autores del catálogo de la exposición, Renoir tenía “instinto” para eso. Para la naturalidad, no para el travestismo. Madame Realismo negó varias veces con la cabeza y siguió a la multitud hacia Gabrielle con joyas. Las mujeres son como un hogar para él, pensó, grandes casas confortables. Y si la representación está relacionada con re-presentar algo, qué es lo que repetimos una y otra vez sino nuestra sensación de hogar, que, por cierto, puede devenir en algo muy abstracto. Imaginó otro letrero que decía: Representación – Un Hogar Lejos de Casa.
[…] De regreso en su casa, Madame Realismo se rodeó de lo familiar: su gato, su queso, su cerveza, el televisor. Lo encendió; estaban pasando un programa en un canal de aire que justamente trataba sobre cómo invertir en arte. Madame Realismo se incorporó en la cama, desalojó al gato dormido de su regazo y se acercó al aparato. El presentador le preguntó al experto en “el arte como inversión”: “El cliché más remanido en su negocio es: ‘Yo no sé nada de arte, pero sé lo que me gusta’. Usted insinúa que esa actitud es garantía de fracaso económico para alguien que desea invertir en arte”. “Exactamente”, respondió el experto. “La palabra, en este caso, es apreciación. Poco importa lo que a usted le guste o le deje de gustar; si no aprende a apreciar el arte, nunca llegará a ser coleccionista”. El presentador sonrió y dijo: “Si uno no (a)precia el arte, el arte no le rendirá buenos precios”. “Exactamente”, dijo el experto.
* Escritora, crítica cultural, directora de cine y editora de Nueva York. Fragmento editado de un artículo de su libro Las realidades de Madame Realismo y otras historias, que acaba de publicar Ripio, traducido por Teresa Arijón.