A finales de los años 70 dos asesores republicanos se citaban a almorzar con un economista desconocido en el restaurante Two Continents de washington. El profesor, de una escuela de negocios de segunda fila, les dibujó un gráfico en una servilleta de papel. La idea que transmitía era simple y poderosa: la bajada de impuestos producía una mayor recaudación fiscal. Nacía así la archifamosa “curva” de Arthur Laffer, y un nuevo orden económico mundial. La doctrina establece que la reducción de impuestos a las grandes fortunas permite que ese flujo de dinero sea volcado a la actividad económica, repercutiendo en una mayor recaudación tributaria. El devastador documento resultó ser uno de los grandes fraudes económicos de nuestro tiempo. La afamada servilleta de papel se encuentra expuesta en el Museo Nacional de Historia de EEUU, y esconde en su historia un final desosegante.
Los dos asesores del Partido Republicano que asistieron aquella reunión eran Donald Rumsfeld y Dick Cheney. Los mismos que tramaron la guerra de Irak consiguieron convencer al mundo de que era beneficioso reducir los impuestos a las ricos. Margaret Tachert y Ronald Reagan asumieron la “curva” de Laffer como eje central de su revolución conservadora. Un nuevo contrato social basado en la fe de los mercados autoregulados. Un reciente estudio de la London School of Economics, con datos de 18 países de la OCDE de los últimos 50 años, demuestra que reducir impuestos a las grandes fortunas incrementa la desigualdad y no tiene ningún efecto significativo sobre el crecimiento económico y el desempleo.
Cuarenta años de Laffer, siempre Laffer. Ha tenido que llegar un anciano moderado, nada sospechoso de “bolivariano”, hijo de un vendedor de coches de segunda mano, para cambiarle un poco la piel a este capitalismo neoliberal desbocado. Joe Biden ha declarado que subir impuestos es de buen americano. El “arreón” fiscal del presidente demócrata ha sorprendido a los Organismos Internacionales. Desde el FMI a la OCDE, entramados poco sospechosos de ser social-izquierdistas, se han sumado a la iniciativa. El G7 acaba de alcanzar un pacto calificado de histórico: un tipo mínimo global del 15% en el impuesto de sociedades, la obligación de que las multinacionales paguen una parte de sus impuestos en los países donde desarrollan su actividad, y el control financiero de los paraísos fiscales. Es un principio. Es cierto que la historia está llena de abandonos, pero a esta mueca de esperanza se le debe dibujar una sonrisa.
El apoyo popular a medidas a favor del incremento del gasto financiado con impuestos se ha disparado. Datos del FMI certifican esta tendencia. Luego está Gabriel Batistuta. El “Bati” debería saber que los tiempos están cambiando. Cierto que muy lejos de Franklin Delano Roosevelt, que fijo gravámenes del 90% para las grandes fortunas. Nada comparable con este aporte solidario, puntual, producto de las necesidades acuciantes por la pandemia. La “pelotita” neoliberal esconde rincones oscuros, impenetrables, de un vacío inhabitado. El delantero presentó una acción de amparo ante la justicia en lo Contencioso Administrativo Federal para que lo exima de pagar el aporte extraordinario. Se suma a Carlos Tevez, pero desde un razonamiento diferencial. Coincide con el jugador de Boca de que el aporte es “confiscatorio”, pero que atenta, fundamentalmente, contra sus emprendimientos productivos vinculados a la actividad agropecuaria. ¿Cómo se construye entonces el bienestar social si solo dependemos del egoísmo de los intereses propios en un libre mercado depredador?
Lo que nos sobra es pasado, futuro es lo que nos va faltando. Quién lo iba a decir. Vuelven los impuestos de la mano de Biden, el “bolivariano”. Un sistema tributario progresivo que reduzca las desigualdades de renta y de riqueza. Batistuta, el goleador “de lo mío”, va a contracorriente de los nuevos tiempos. Se ha quedado solo.
Más solo que nunca.
(*) Ex jugador de Vélez, y campeón Mundial Tokio 1979.