“Crook es un nombre irlandés. Viene de mi viejo, que era nieto de otro Crook y tiene una historia más bien rara. Mi viejo fue hijo guacho, digamos, pues fue hijo de quien iba a ser ‘el dotor’ de la familia con una sirvientita de la estancia donde estaban en Entre Ríos. Entonces, cuando nació, a ella la fletaron y a mi abuelo lo mandaron a Buenos Aires antes de tiempo. Ni siquiera se enteró de que había tenido un hijo. Mi viejo creció guacho con la peonada. Era el hijo del patrón y obviamente la pasó muy mal. Estaba prohibido hablar del tema en toda la estancia, así que papá se enteró de esto muy tarde. No conoció a su madre pero sí a mi abuelo, a quien ayudó en los últimos años dándole cuartel en Vilal Gesell. No conozco nada de la historia de mi familia en Irlanda. Lo poco que sé de los Crook es que el apellido quiere decir algo así como ‘estafador’ o ‘tránsfuga’. Si hubiéramos respetado la etimología, ¡tendríamos muchos más ceros en nuestras cuentas bancarias!”.
Willy Crook murió y dejó un tendal de relatos. Algunos los publicó en 2017 en Memorias improbables, un libro tatuado por el vértigo inusitado que recorre su breve, intensa, digna vida. ¿Qué otra cosa sino dignidad puede representar plantarse cada tanto frente a las sirenas del capitalismo, rebelarse ante la autoridad uniformada, quedar nocaut por amor? A partir de ese difuso origen irlandés, Willy Crook no cesó de buscar la anestesia que calmara un dolor que camuflaba con humor. Fue desde plomero hasta DJ y solo le faltó ser guionista o actor de stand up. Tenía una gracia incontinente. Su fuerte era la sentencia corta, el latiguillo, la definición sorprendente: “El funk es una fanfarronada urbana, el primo canchero del rock”, “Mucha gente agradecía que tocara el saxo, porque era una manera de que no hablara”, “Estuve en el Borda, pero no por loco. Para ser loco hace falta talento y yo soy, simplemente, un tarado”, son algunas de las decenas de frases –brillantes, oscuras, reflexivas- que dejaba caer en cada entrevista, como una cascada agridulce.
Desde su infancia en Villa Gesell y la primera experiencia en España con su familia pasó a conocer y convivir con gente mucho mayor como Luca Prodan y Enrique Symns. O a abandonar los Redonditos cuando empezaban a ver dinero en serio. Tocó con Los Encargados, Los Abuelos de la Nada y Pappo, se fascinó con el acid jazz y la música negra en la alta noche española y no perdió un segundo para intentar ser –siempre imberbe, impenitente - él mismo. Aspiraba estirar la juvenilia lo máximo posible. “Soy joven desde hace mucho tiempo; no creo llegar a ser adulto jamás”, decía. O, como posteó bellamente el Indio Solari al día siguiente de su muerte: “Su cuerpo bonito no quiso participar de ese futuro de apariencias injustas. Porque él tampoco servía para viejo”.
Fue el perfecto exponente del rockero argentino de los ’80 que cuando el alfonsinismo se despeñó hacia el abismo decidió seguir la caravana en la España del consumo y el vacío. En perspectiva aquellas actitudes, aquel garbo, aquellas afectadas maneras de hablar, definen cierta caricatura. Como fuera, Madrid se convirtió casi en una sucursal de Los Abuelos de la Nada, ya atomizados. Con la escuela intransigente ricotera a cuestas, Willy Crook se embelesó con la banda entre rea y avant garde que creó Daniel Melingo, Lions In Love. “Los Redonditos me formaron espiritualmente; Lions In Love, artísticamente. Melingo me habilitó a lanzarme: a componer, a tocar la guitarra, a cantar. De ahí a los Funky Torinos, hubo un solo paso. Miento: hubo noche, sustancias non sanctas, mujeres, ruta. Pero tal vez haya sido un solo paso. Hay cosas que me cuesta recordar. Mi generación de músicos creció buscando expandir la conciencia y resultó que después lo único que expandimos fueron nuestros problemas y nuestra mala actitud ante el mundo”.
De regreso a Buenos Aires encontró la horma de su estilo: el más liso, distinguido e hipnótico funk & soul. “Tanta ruta hizo que desarrollara una robusta promiscuidad estética. Es que toqué con todos. Hasta toqué para los locos algunos de los ocho días que estuve en el Borda. Solo sé que no sé nada, pero me gusta”. Al frente de los Funky Torinos (al fin, su gran creación, su hogar musical), impuso en ciertos templos –como Megafón, en San Telmo- un ritual de groove mántrico, envolvente, AOR; una ceremonia sensual en la antípodas de las salvajes noches en Cemento o en bares de Lavapiés.
Cuando publicó las memorias lejos estaba de sentirse eterno. Lector de Arthur Miller, de Charles Bukowski y de Jack Kerouac, había desistido avanzar con una novela que era una oda a la derrota y que pensaba titular La leyenda del incogible. Quedó trabada entre divorcios, el whisky vespertino y la tristeza que le causó la muerte de su perra Chaca. Vaciló ante el “confieso que he vivido” que suponen las memorias. Recién había pasado los 50. “Además… ¿qué contar? ¿Hasta dónde? Quiero tanto a la literatura, que no quería arruinarla escribiendo un libro. Al final acepté. Y ocurrió lo obvio: reventé el adelanto de la editorial antes del primer renglón”.
El libro finaliza con ciertas consideraciones melancólicas, que hoy se leen en fade out: “La música comparte con los perros la carencia de resentimiento: tirás un acorde o un palito y te lo devuelven moviendo la cola. Estás como Adán antes de conocer a Eva, con nostalgia de algo que no conociste, y se echan cerca de ti y tal vez te dan un lengüetazo, y si estás cruel e imbécil y los pateás sin razón ni corazón, solo es necesaria una caricia, y te mueven la cola, con swing (…) Bien, entiendo que una biografía ‘completa’ debería incluir un acta de defunción y detalles del suceso. Lamento decepcionar a muchos no muriendo aún. En cualquier caso, en doscientos años comenzaré a escribir una tanatografía”.
No pudo ser. La boutade a lo Macedonio (“lamento decepcionar a muchos no muriendo aún”) fue apenas una extensión del absurdo que lo regía. Willy Crook, el tránsfuga con sangre verde irlandesa, murió el domingo pasado demasiado joven. Ya no más amores que invariablemente terminaron mal, ya no más peleas de bar, ya no más plantarse ante el más fuerte, ya no más drásticas decisiones para no claudicar o permanecer “limpio”, ya no más sarcasmo. Hoy que habita la nada, queda el recuerdo como consuelo. Y esa mirada de guerrero cansado. Sostenido por esa clase de nobleza de los antiguos caballeros, sabía esconder las heridas. El querido Willy Crook se llevó a la tumba un dolor que sólo él conocía.