¡Arre, arre, caballito!
Mirando fotos de su infancia, una en particular llamó la atención de Vija Skangale, una curadora de arte nacida en Georgia, que actualmente vive en Inglaterra: era una imagen de la década del 80 donde se la veía montando a un caballo de papel maché en el zoológico de Tiflis, la capital de su país de origen, cuando tenía 4 añitos. Preguntó la muchacha a sus amigos georgianos si ellos también contaban con una fotografía similar, sobre el mismo equino de juguete, y le respondieron que sí, que efectivamente. No pudieron, sin embargo, resolverse cierta intriga: “Nadie tenía idea quién era el autor, la persona detrás de la cámara”. Intrigada, la mujer se calzó el traje de detective, entregada a la tarea de descubrir quién había tomado lo que, a su entender, era un clásico de clásicos entre párvulos de su ciudad. Y para su sorpresa y alegría, tras compartir su inquietud en redes, “la respuesta fue abrumadora: muchísima gente empezó a enviarme sus propias imágenes con el caballito”. Claro que aún más feliz la puso entrar en contacto con el nieto del hombre incógnita, logrando despejar la equis y poner nombre al anónimo: fue un tal Victor Sukiasov quien, entre 1960 y 2013, se ocupó de capturar a chicuelos en el zoo de Tiflis. “Lamentablemente destruyó su archivo antes de morir, creyendo que su obra no había tenido verdadero valor. Pero sí que lo tuvo, y yo quiero honrar su legado”, cuenta hoy Vija, que ha creado un encantador archivo digital, Zoo Horse, donde cualquier persona puede subir el retrato que Sukiasov le tomó sobre el caballito de utilería, “un símbolo efímero de nuestra infancia”. “La memoria colectiva tiene importancia”, destaca quien ya ha reunido decenas de pics de peques de distintas épocas, de diferentes edades, en color y en blanco y negro, sobre el animalito de mentirillas. En una galería virtual que, dicho está, sirve de homenaje al mentado Sukiasov, que trabajó durante más de medio siglo antes de jubilarse, sintiéndose prescindible al observar cómo proliferaban las cámaras digitales en manos de todo mundo.
Que les den candela
Echar aún más luz sobre cómo alumbraba el hombre de las cavernas sus oscurísimos hogares es lo que ha prendido la curiosidad de un equipo de arqueólogos españoles, que se trasladó al País Vasco –más precisamente a las cuevas de Isuntza y de Atxurra– para llevar adelante una serie de pruebas. Adecuadas, claro, a los materiales y a las técnicas a las que se tenía acceso en la Prehistoria, en pos de desentrañar cómo se apañaban antaño para ver intramuros y crear arte rupestre. Así, basándose en evidencia encontrada en húmedas cavernas paleolíticas del suroeste europeo, el equipo coordinado por Ángeles Medina-Alcaide recreó antorchas, hogueras y lámparas de grasa portátiles, fuentes principales de iluminación de aquellos tiempos. Para confeccionar las antorchas, probaron diversas maderas: corteza de enebro, roble y abedul, y constataron que además de producir demasiados residuos y de ser sus llamas impredecibles, requerían constante atención para no apagarse, ser movidas –oxigenadas– frecuentemente. Asumen, por tanto, que esa luz intensa vendría de mil maravillas para explorar y adentrarse en los largos y angostos corredores, no así para un trabajo sostenido. La pequeña hoguera, por su parte, no duró ni media hora: aunque alto el grado de luminosidad, tuvieron que apagarla por la cantidad de humo que echaba, saturando el ambiente en un pispás. A la vieja usanza prendieron las rudimentarias lámparas, armadas a partir de varias mechas de fibra de enebro secas en un cuenco, clavadas en una porcioncita de grasa animal dispuesta en forma piramidal: resultaron ser la fuente más estable de luz, y la más duradera, aunque tenue, suave su iridiscencia. Para crear arte, presume el estudio, se arreglarían alternando los tres sistemas; lo que no han podido develar, empero, es por qué decidían “adentrarse tanto en las cuevas, en sitios estrechos, cuando podrían haber dibujado en la entrada sin ningún problema”. Los humos del artista, vaya a saber uno.
La gran comilona
Pocos días después de que el fundador de Amazon anunciase que iría al espacio exterior en el primer vuelo tripulado de su compañía espacial, Blue Origin, cobró impulso una petición online que ya suma miles y miles de firmas. “Queremos que Jeff Bezos compre y se coma a La Gioconda”, reza el pedido, sin ahondar demasiado en cuestión. “Nadie lo ha hecho y creemos que él puede lograr que suceda”, amplía y zanja la solicitada en la plataforma Change.org, donde ¡cantidad! de personas instan al mentado magnate a embucharse el famosísimo cuadro de la semisonriente damisela, obra de Da Vinci. En materia de especulaciones, el magnate podría costear semejante extravagancia; después de todo, es el hombre más rico del planeta tierra, con una fortuna estimada en más de 196 miles de millones de dólares. Ahora bien, difícil imaginar que el estado francés, propietario de la joyita pictórica, sea capaz de soltar una de las principales atracciones del Louvre; menos que menos para fines tan demenciales. Detrás de la absurda campaña, por cierto, está Kane Powell, un músico de 22 años de Maryland, que tuvo su eureka el pasado 2020, durante un almuerzo con amigos en un local de comida rápida. “El televisor estaba encendido con Bezos en las noticias, mientras nosotros leíamos el menú; entonces se nos vino esta idea tonta, ridícula, estrafalaria”, dice el muchacho, que pronto lanzó el petitorio a la web, sin imaginar que un año más tarde sería fenómeno en redes, con medios no solo cubriendo la noticia: chequeando con especialistas si sería siquiera posible la proeza gastronómica, tanto física como legalmente, incluso debatiendo si sería amoral destruir La Gioconda. Para el New York Times, de hecho, “esta broma viral se ha convertido en una especie de obra de arte en sí misma, suerte de performance digital”. Aunque improbable, los comentarios de defensores de la causa se multiplican: “Si no lo hace Jeff, ¿quién?”, “Si no es ahora, ¿cuándo?”, arengan desde diversas latitudes. La medicina, por lo pronto, no se ha subido al barco: devorar La Gioconda podría significar muerte por intoxicación.
¡Yabba dabba doo!
Tras dos largos años de disputas legales, Pedro y Vilma Picapiedra pueden por fin relajarse y dormir tranquilos, sin miedo a ser desalojados. También Pablo y Betty Mármol, varios dinosaurios, una jirafa y un mamut, entre otras extravagantes decoraciones que emperifollan el jardín de una controvertida mansión de la pituca área de Hillsborough, en California. Mansión construida en 1976, diseñada por el arquitecto William Nicholson emulando la famosa morada de los personajes animados, para disgusto de sus bienudos vecinos, que llevan décadas penando “semejante monstruosidad, muy visible y muy alejada de los estándares edilicios de la comunidad”, según señalaban tiempo atrás. Aunque siempre detestaron la vivienda, recrudeció su ira en 2017, cuando Florence Fang –empresaria, editora, filántropa– desembolsó unos cuantos millones y se hizo de la propiedad, con intención de subrayar el exotismo de sus exteriores, ubicando réplicas de los personajes y variedad de bichos temáticos en los jardines. Y no tan temáticos, dicho sea de paso: en su afán por disfrutar su jubilación rodeada de esculturas colorinches, plantó también a Pie Grande, una nave espacial, un extraterrestre, chanchitos ornamentales, setas gigantes... “Quería decorar combinando futuro y pasado en armonía”, fue la explicación de la señora que casi, casi ve su sueño interrumpido. Porque, en 2019, los sensibles vecinos presentaron una queja formal a las autoridades de la ciudad, que elevaron la denuncia al Tribunal Superior del Estados de California, acusando a Fang de “violar la normativa local” y, así, alterar el monocorde y prolijo paisaje. Por esos días, había dicho el señor Mark Hudak – abogado de quienes ven en la casona de los Picapiedras la suma de todos los males, una horrífica afrenta al buen gusto– que Fang no había tramitado los permisos pertinentes antes de instalar semejantes esculturas, según es costumbre y ley, independientemente del tópico que se aborde en paisajismo. Había declarado además el varón que “una cosa es divisar esta casa al conducir por la autopista, que podría resultar divertido, pero muy diferente resulta ser vecino y tener que verlo todos los santos días”. En los papeles, la denuncia planteaba que la señora con afición a la Edad de Piedra había realizado “obras muy intrusivas que se imponían a la mirada de otros propietarios, sin tener en cuenta sus deseos”. Florence, lejos de apichonarse, siguió “embelleciendo” su patio, y contrapuso una demanda por verse perseguida cuando estaba en todo su derecho de decorar como le diese la bendita gana. Y así, tras años de idas y vueltas, pasó lo anhelado (por ella, más no fuera): se ha terminado la disputa. Informan medios de todas las latitudes, interesados desde el vamos en pelea tan ridícula, que han llegado a un acuerdo las partes. Fang solicitará los permisos, pero no tendrá que desmontar su cuidosamente orquestado y tan vistoso jardincito; además, por retirar su demanda, la ciudad le pagará 125 mil dólares. Que seguramente invierta en seguir sumando dinosaurios, “que no fallan nunca en robarme una sonrisa”. Enhorabuena. William Hanna y Joseph Barbera estarían chochos de contentos.