Todos, alguna vez, hemos vuelto al territorio de la felicidad para encontrarnos con un harapo desconocido y desconcertante, un resto quemado por el ácido del tiempo, donde las claves de nuestro pacto interior con los lugares –guardadas en la memoria como un refugio entrañable– se han convertido en un silencio o en una cifra extraña. Por su parte, las personas se han transmutado en autómatas o en maniquíes helados; la patria secreta, en un paisaje cerrado como un puño, donde se habla una lengua extranjera y no hay siquiera un poco de aire para respirar. Porque así fue el París al que Alejandra volvió en 1969: baldío, ignoto, insoportable. Es cierto que, para realizar la operación mágica del retorno al escenario de su única fiesta verdadera –más allá de todo lo que sufrió allí–, equivocó los pasos: seguramente por requerimientos de la Beca Guggenheim, aunque tal vez por su propio deseo de conocer esa “joya siniestra” que es Nueva York, no se dirigió directamente al París de su memoria, sino que hizo una parada en esa ciudad que puede ser infinitas cosas –desde el centro del universo a un arrabal del infierno, pasando por una hoguera de vanidades o un escaparate de sueños–, pero nunca el refugio de una poeta con la sensibilidad finísima y atormentada de Alejandra. Y por más que le envió diversas cartas a Ivonne (Bordelois) pidiéndole consejos acerca de adónde ir en Nueva York o “Harvard”–Ivonne estaba en el MIT pero Alejandra constantemente se refiere a Harvard en una confusión incorregible–, cuando llegó el momento, solo soportó unos pocos días en Nueva York, sin siquiera llamar a Ivonne para recurrir a su ayuda.
Pero mucho más elocuentes que las nuestras son las palabras con las que primero reflexiona en su diario sobre el desprecio que le despierta la ciudad: “Mi miedo en N.Y. se vuelve extraño por estar mezclado con el desprecio. Pocas veces he sentido tamaño desprecio por un conjunto humano, por una ciudad. Por eso que constituye el ritmo de una ciudad. Incluso el Village, punto de reunión aparente de los artistas, no logra mostrarme algo que me explique que vale la pena vivir en él. He mirado caras vacías; algunas simpáticas, no lo niego. Y he sentido que estaba en un lugar muerto. Poco me interesan los disfraces de esta gente pues no llego a vivenciarlos como disfraces”. (17 de marzo, 1969)
También aquellas con las que le cuenta a Ivonne, unos dos meses después de su partida y ya de vuelta de París, su pavoroso encuentro con la ciudad: “19 de mayo de 1969: Empiezo con N. York. De su ferocidad intolerable no necesito enseñarte nada. Vos habrás sentido como yo que allí el poema debe pedir perdón por su existencia. El poema, el amor, la religión, la comunión, todo lo que sea belleza sin finalidad y sin provecho visibles. Estos comentarios parecen generales pero son muy subjetivos. Es una ciudad feroz y muerta a la vez y yo supe –por ‘la hija de la voz’– que si me quedaba un poquito más en ella me vería condenada a reaprender mi nombre. Como ves, no es la ciudad, sino el país”. (19 de marzo, 1969)
Unos meses más tarde, y en relación con un desencuentro similar sufrido por Ivonne en uno de sus tránsitos de una ciudad a otra, completa esta visión fatídica: “Es curioso: ambas hacemos una referencia tristísima al extraño pasaje de París a Boston en tu caso y de N. York a París en el mío. Pero qué justo y exacto decir como vos decís: ‘Mi vida falta en este país tan vertiginoso y vacío...’ Aunque no lo creas, yo había escrito en mi diario: ‘Execro N. York. Es feroz y vacía’. Por más que crea, como vos, que ‘ataca la sustancia del alma’, creo, también, que al menos sus juegos son visibles, lo que significa que son más dolorosos pero menos peligrosos. Allá donde sabemos que el pneuma será acechado y acosado tomamos precauciones y nos defendemos. Un ejemplo: el film de Chaplin que viste después de escribirme. Confieso que me sentiría más tranquila si te viera munida de los diarios de Kafka o de algo de Michaux (por ejemplo Passages). Claro que tenés la Biblia pero es tan pero tan grandiosa que a veces, frente a lo ‘vertiginosamente vacío’, una frase cotidiana de Kafka resultaría más eficaz y podría remitirte inmediatamente a ‘un espacio de rescate o de centro’. Otra cosa: es un pecado no tomar notas sobre el horror o el enemigo". (Buenos Aires, 5 de septiembre de 1969)
Creemos que hay objetos y ciudades –porque, ¿qué es una ciudad sino un objeto inmenso y envolvente que puede devorarnos o cubrirnos con un abrazo de amparo?– de cuyo contacto no podemos emerger impunes y que contaminan tanto nuestra realidad externa como interna. Por eso mismo, no nos parece tan inexplicable que su huida espantada hacia París, tras ese encuentro quemante, haya estado signada por idénticas señales de desdicha y extrañamiento. Además de la irradiación funesta de Nueva York –ese tropiezo en los pasos del acercamiento mágico a la ciudad de su memoria–, París le deparaba la infeliz revelación de que confrontar los paisajes imaginarios con la realidad es una operación imposible e implacable, donde la pérdida siempre está del lado de lo real, esa instancia insoportable de la que nos defienden lo imaginario y lo simbólico.
Y no es porque, como lo vimos al recordar su estadía allí, París no haya sido lugar de terribles sufrimientos y desencantos, sino porque la memoria se las ingenia para borrar los momentos horribles y aferrarse solo a lo bueno que se vivió. Y es indudable que Alejandra vivió muchos momentos maravillosos en París, en especial a través de sus contactos literarios.
En cambio, cuando llegó a París en 1969, se encontró con que la zona sagrada estaba invadida por las marcas del “otro mundo” y nada quedaba de la fourmillante cité de nueve años atrás, donde se había autoengendrado como la poeta de voz lúcida y dolorida que hablaba en Árbol de Diana y Los trabajos y las noches. Nuevamente en las cartas a Ivonne surge el perfil exacto de ese desencuentro: “Por mi parte encontré en París algo que me horrorizó: una suerte de americanización –traducida al francés, desde luego– que no me hizo daño, pero me dolió que en el Flore, par ex., allí donde veía a Bataille, a Ernst, a Claude Mauriac, a Jean Arp, etc., etc., no vi sino jovenzuelos de rostros desiertos con pantalones de gamuza y el uniforme erótico-perverso del hippie de luxe. Lo mismo en Les Deux Magots, e inclusive en el café de la Mairie (St. Sulpice), a donde iban Bonnefoy, du Bouchet y pintores jóvenes. No me lamento por la desaparición de los cafés literarios, pero hay que confesar qué lindo era llegar al Flore y mirarse a los ojos con Bataille, con M. Leiris, con Beckett, con R. Blin, con L. Terzieff, con Simonetta, con Jean Paul y con el flaco Abel que aún espera”. (Buenos Aires, 16/7/69)
Pero no solo era la transformación del escenario de la fiesta, adornado con guirnaldas de conmovedora belleza por la operación de la memoria, sino, como lo contó a su vuelta –rapidísima, casi en el vértigo de la huida–, el desencuentro con los amigos que infaustamente no estaban en la ciudad o, si estaban, no tenían ese lujo del tiempo libre para las caminatas eternas, las charlas hasta el amanecer, los intercambios estrechos y encantados. Alejandra llegó a un París irremediablemente adulto, donde ese ritmo de bohemia que algunos artistas todavía podían permitirse en la provinciana y tercermundista Buenos Aires era casi un pecado.
Por supuesto que todos la querían mucho, se alegraban enormemente de que estuviera allí después de tantos años, pero ocurría que tenían que tra-ba-jar –ese verbo que Alejandra nunca aprendió a conjugar– y estaban atrapados en el ritmo vertiginoso de un país del Primer Mundo que produce, crece, compite en el mercado internacional y da por descontado que a los treinta y tres años una ciudadana se debe ganar la vida y pagar sus impuestos, se ocupe de lo que se ocupe. Un país que consideraba que la bohemia estaba muy bien para los jovencitos y los marginales y que, si bien seguía estudiando atenta y respetuosamente a sus poetas malditos, los miraba como a una curiosidad del pasado que formaba parte de su herencia cultural. El surrealismo, ¿perdón? Ah, sí, ese movimiento literario que se había acabado en 1935.
Y, sin embargo, cuando volvemos a su correspondencia con Ivonne, nos encontramos con un relato de los encuentros que no parece justificar per se el retorno, vemos si no, la continuación de la carta del 19 de mayo, posterior al relato de la experiencia neoyorquina: “Así llegué a París, herida por New York. En Orly me esperaban Laure Bataillon con su marido e hijito maravilloso (es mi amistad importante más reciente). Gracias a los días de Pascua no había otro hotel que uno tan caro cuanto inmundo. Lo único lindo era la criada española: ‘Le sirvo a vú el petí desaiuné...’ Pero qué importa el hotel... Lo principal era ver antes que nada la placita Furstenberg y la St. Sulpice. Lo principal era el reencuentro con la gente más grata. Fueron encuentros maravillosos: Laure, Chichita Calvino, Marie-Jeanne, Octavio Paz y su nueva, encantadora mujer, Pieyre de Mandiargues y la inefable Bona, mi tío Armand, mi tía Geneviève (que me cubrió de regalos), mi primita Pascale, etc., etc. Con Marie Jeanne te recordamos muchísimo”.
En otro sentido, casi como una venganza de ese mundo sociopolítico exterior del cual Alejandra siempre se había exiliado voluntariamente, le tocó presenciar algunos tumultos callejeros –no estaba tan lejano el memorable Mayo del 68– y un virulento rebrote de antisemitismo que convirtió la memoria ancestral de la persecución sufrida por el pueblo judío en una presencia palpable e insoportable.
De pronto desapareció su convivencia interna y “natural” con su condición de judía no practicante pero marcada por los lazos de una tradición que sentía especialmente vivos al final de su vida, como lo demuestran sus lecturas, sus diarios y ciertas conversaciones con sus amigos. Se le desplomaron sobre la conciencia –cuidadosamente vuelta hacia la auscultación de sus procesos privados– los horrores de la Segunda Guerra Mundial, las cámaras de gas, la familia masacrada en Rusia y en Polonia, la sensación de animal azuzado por la jauría demente que había vivido en la lejana infancia no solo a través de la tristeza de sus padres, sino también de la bomba de alquitrán con la que una vez marcaron su casa en el barrio de la infancia, Avellaneda, como lo recuerda una de sus amigas. Era saberse “extranjera” y “sin patria”, no ya solamente en el nivel del lenguaje y la imaginación poética, sino como un dato concreto de la realidad (...)
(...) Una angustia que, durante este período, en el plano vital, la llevaba a seguir aumentando el consumo de anfetaminas y a agudizar la espiral nefasta de excitantes-para-estar-lúcida/ hipnóticos-para-dormir, con la consecuente alternancia de excitación/depresión. Así, los amigos una noche podían escucharla hablar incansablemente, seductora, divertida, lúcida y genial, y al día siguiente percibir que había caído en un pozo de donde nada ni nadie parecía poder sacarla. Una criatura agotada y rota que se aferraba llena de miedo a los demás. Hasta que un día, sea por esa intoxicación que la iba acercando cada vez más peligrosamente a estados extremos de sufrimiento, sea por sus propias tensiones internas insolubles, no pudo más y quiso morir.
Pero antes de centrarnos en este primer intento de suicidio, tenemos que referirnos a un episodio que revela, en nuestra opinión, el nivel en el cual el lenguaje literario ha absorbido la realidad para Alejandra, quien literalmente se enamora de una escritora a raíz de su libro.
Nos referimos a Djuna Barnes y su novela Nightwood (El bosque de la noche). Entre el 24 y el 30 de agosto de 1969 Alejandra manifiesta en los Diarios una fascinación tan intensa por la escritora estadounidense que casi obliga a Silvina Ocampo –de quien en ese momento está fatalmente enamorada– a que la lea y, más significativo aún, llega a enviarle una carta el 13 de noviembre de ese mismo año, según se ve aquí: “Escribí una carta a Djuna. Parece un tanto forzada. No es para menos: yo hablo a una Djuna de 76 acerca de mi amor por una Djuna de 46. ¿Cómo no va a sentir celos de la que fue? ¿Cómo no va a sentir su vejez como un insulto?”
En otro sentido, el de la sexualidad, Nightwood es especialmente significativa. Hasta el día de hoy, Djuna Barnes es considerada una escritora de culto, que solo conocen los lectores y escritores muy exquisitos y libres de prejuicios –el prólogo al libro lo escribió T.S. Eliot en los años 30– ya que es una de las primeras novelas abiertamente lesbianas de la literatura estadounidense.
Volvamos ahora a 1970, y ese primer intento, cuando después de tomar una dosis fatal de barbitúricos llamó –para despedirse, para pedir inconscientemente ayuda– a casa de Rosa, a la de su médica y a la de su amiga Olga Orozco, sus madres en el afecto, el cuerpo y la poesía. Las tres se encontraron en la puerta del departamento y fue la ambulancia ululando por la ciudad, la guardia del Hospital Pirovano y la batalla para sacarla del coma, devolverla al mundo de los vivos, donde ya no quería estar porque la tan nombrada, la que se había llevado al padre y a la que convertía en la “loba azul”, la “Sombra” que nombran sus poemas ulteriores, había roto ese precario equilibro de máscaras superpuestas que luchaban entre sí y quería todo el espacio para su presencia funesta.
El dolor extremo no tiene palabras; la muerte no tiene palabras; el suicidio no tiene palabras. Consignemos, solamente, que pudieron traerla de vuelta a la realidad y lentamente se reincorporó a su sistema de vida habitual: amigos, escritura, cartas y progresivo encierro en su departamento.
También, destaquemos el dato llamativo de que en su diario no hay la menor referencia al episodio, lo cual cambiará en el caso de su segundo intento seguido de internación. Pero para eso falta un año, en el que vuelve a la escritura y los encuentros, así como a su contacto con los amigos de siempre, quienes, como un calidoscopio, la veían con rostros diferentes de acuerdo con su percepción personal. Porque mientras algunos advertían un ensimismamiento nuevo, que atribuían a la experiencia apenas superada, otros sentían una especie de estallido diferente que se acusaría durante 1971. Ese año Alejandra escribió una serie importantísima de poemas en prosa y en verso, en uno de los cuales, “Poema para el padre”, aparece de manera totalmente explícita la muerte del padre en el potente segundo verso que toma de la Égloga III de Garcilaso de la Vega: “lengua muerta y fría en la boca” y esa “posesión verbal” que, a través de su canto –que es el de la muerte– experimenta el sujeto poético. Porque las palabras con las que escribe surgen de allí y, además de esta asociación, se establece una relación entre dicho canto y los ojos azules paternos, que serían la única manifestación del canto de la muerte que tuvo en vida, como veremos en el poema, que citamos completo por su significación: “Y fue entonces/ que con la lengua muerta y fría en la boca/ cantó la canción que le dejaron cantar/ en este mundo de jardines obscenos y de sombras/ que venían a deshora a recordarle/ cantos de su tiempo de muchacho/ en el que no podía cantar la canción que quería cantar/ la canción que le dejaron cantar/ sino a través de sus ojos azules ausentes/ de su boca ausente/ de su voz ausente./ Entonces, desde la torre más alta de la ausencia/ su canto resonó en la opacidad de lo ocultado/ en la extensión silenciosa/ llena de oquedades movedizas como las palabras que escribo”.
Es decir que los ojos azules son la manifestación del canto de la muerte paterna, lo cual explica el sentido en el cual la encarnación del color azul en ella es marca de la muerte. Al respecto hay un texto especialmente significativo, “Toda azul”, suerte de pequeña escena dialogada y poética, ubicada en el hospicio, donde la protagonista que dice “Azul es mi nombre” recibe la visita de tres amigas. V. O. y S. –las referencias extratextuales nos parecen evidentes: Victoria Ocampo, Olga Orozco y Silvina Ocampo– que se proponen ayudarla. Aquí, el azul se asocia también con la locura. Pero, asimismo, en la clausura, la soledad y el dolor extremos experimentados por la protagonista, se introduce una referencia directa y estridente a la sexualidad –los dedos lúbricos–, a la cual denomina “la matadora”. Y se alude sutilmente –y por reversión– a esa meta inscripta en el poema final –“ir nada más que hasta el fondo”–, pero que desde largo tiempo atrás actuaba como una energía central en su tarea literaria y su actitud vital.
Extracción de la piedra
Alejandra Pizarnik: Biografía de un mito puede considerarse el texto definitivo sobre la vida de la poeta, o el más cercano a la siempre elusiva "verdad" de acuerdo a los datos, tal como lo reconoce Cristina Piña, co-autora de este volumen junto a la investigadora y cineasta Patricia Venti. Piña firmó la primera y notable biografía de Alejandra en los años 90: en la palabras preliminares de este nuevi libro, reescrito y reinventado admite, sin embargo, que aquel texto fue “un borrador”. ¿Qué sucedió? Piña lo tiene claro: pasaron el tiempo y surgieron las posibilidades. Desde aquella primera investigación con escasos materiales y muchos silencios, mas allá de la generosidad de tantos entrevistados, el universo Pizarnik se ha ampliado de forma notable. En este libro se incluyen, por ejemplo, la correspondencia que Piña recopiló junto a Ivonne Bordelois, poeta y amiga de Alejandra, los Diarios que fueron editados en diversas versiones hasta la más amplia de 2013, las cartas a León Ostrov, analista de Pizarnik, recopiladas por su hija Andrea, la biblioteca del departamento de la calle Montevideo donada por la familia, los papeles personales depositados en Princeton –donde está el diario-- que tenía Aurora Bernádez, en carácter de albacea de Julio Cortázar, gran amigo de Alejandra; nuevas conversaciones con Myriam Pizarnik, la hermana, y una reconstrucción más acabada de la prehistoria familiar; la tesis de Patricia Venti y su investigación de meses en Princeton; los viajes de la propia Cristina Piña a Princeton, París –donde entrevistó a la familia francesa de Alejandra-- y Jerusalén que por diversas razones –económicas entre otras-- no pudo hacer en su momento. Aunque el libro se firma en co-autoría –ambas se encontraron en 2014 en España y decidieron encarar este proyecto, a pesar de que Venti ya se dedicaba casi en exclusiva al cine-- la redacción final, por una cuestión práctica y estilística es de Cristina Piña (con los lógicos aportes de su compañera). Ella escribe en las primeras páginas: “Las revelaciones aportadas por el material… nos sitúan frente una nueva Alejandra, mucho más compleja, desgarradora, entrañable, transgresora e insufrible que la que conocíamos hasta ahora”.