--Anotá mi casilla de correo electrónico, cualquier cosa que te haya quedado pendiente de la entrevista me escribís. O lo mismo si me la querés enviar ya terminada.
Con estas palabras se despidió Abelardo Castillo. Era el anochecer de un caluroso lunes, a fines de enero de 2017. El periodista había concertado el encuentro en los días previos, para hablar sobre sus diarios, que ya habían sido recopilados en un voluminoso tomo en 2014, abarcando el período 1954-1991. Durante la entrevista contó que para mediados de año estaba programada la edición de un segundo tomo, que iría desde 1991 hasta 2005. No le interesaba que se conociese lo que siguió después, en un diario que abarca decenas de cuadernos y que siguió creciendo durante más de sesenta años.
Cuando el periodista llegó con el fotógrafo a la casa de la calle Hipólito Yrigoyen, les abrió Sylvia Iparraguirre, la esposa de Castillo, también escritora. Muy amablemente los llevó a la planta alta y allí fueron recibidos por el autor de Crónica de un iniciado.
--¿Vos querés hablar de los diarios? –- fue la frase que lanzó tras el saludo. Con su mujer se encargaron de llevar al living unos cuantos cuadernos ajados por el tiempo. Posó con ellos para el fotógrafo, así como frente a un tablero de ajedrez. No quería que le sacaran fotos mientras hablaba.
En la charla sacó a luz todo su bagaje en cuanto a los diarios que lo habían marcado: Amiel, Gide, Kafka, Bloy, más las Confesiones de San Agustín. “Se escribe un diario para olvidar, no para recordar. Vos vas urgente al papel para escribir en tu diario algo que te querés sacar de encima”, dijo. “Esa es la diferencia con las memorias, hechas para recordar. Pero para recordar lo que uno quiere”.
En un momento sacó a colación un tema personal del que hablaba sin tapujos: el alcoholismo, y cómo influyó, si no en su escritura, en el argumento de un cuento. El cruce del Aqueronte, que luego se incluyó como capítulo de la novela El que tiene sed, narra la historia de un hombre que escribe una carta de amor durante un viaje en colectivo, carta que echa al buzón sin haber puesto la dirección. Años más tarde, hurgando en los diarios, Castillo descubrió que, bajo efecto del alcohol, había anotado el tema del cuento, cosa que no recordaba haber hecho.
Frente al tablero de ajedrez salió también su pasión por el juego-ciencia. Fue un avezado jugador, retirado hacía tiempo de la competencia. El ajedrez le inspiró uno de sus cuentos más memorables, La cuestión de la dama en el Max Lange, una magistral pieza policial, que incluso hoy podría leerse desde la perspectiva de la violencia de género.
En la obra de Castillo estuvo presente la filosofía. No podía no haberse abstraído a la influencia del existencialismo en los años cincuenta. A partir de Sartre y Camus llegó a otros filósofos y hablaba con total soltura del tema. Algunos apuntes están en un libro recortado de sus diarios, Ser escritor, un volumen que se anticipó en tres años a Mientras escribo de Stephen King en eso de que un escritor mostrara su caja de herramientas, sus pasiones, sus obsesiones, sus lecturas. Ser escritor es no sólo una puerta de entrada a la obra de Castillo, sino también a buena parte de la literatura argentina, porque reivindicó a autores como Arturo Cancela, Benito Lynch, José Ingenieros, Julián Martel, Bernardo Jobson y Lucio López.
De yapa, Ser escritor incluyó una serie de consejos que reunió bajo el nombre de “Mínimas”. Por ejemplo: “Nadie escribió nunca un libro. Sólo se escriben borradores. Un gran escritor es el que escribe el borrador más hermoso”. O “No defiendas tu libro argumentando que los críticos son escritores frustrados. Lo verdaderamente peligroso de un crítico es que sea un crítico frustrado”. O “No intentes ser original ni llamar la atención. Para conseguir eso no hace falta escribir cuentos o novelas, basta con salir desnudo a la calle”. O “No te preocupes demasiado por las erratas. En el Ulises de Joyce hay cerca de trescientas y los profesores les siguen encontrando sentido”. O la última: “No creas en las máximas de los escritores. Tampoco en éstas. Lo que cautiva de una máxima es su brevedad; es decir, lo único que no tiene nada que ver con la verdad de una idea”. Sin ningún atisbo de vanidad, con toda sencillez, ante la pregunta del periodista, dijo que las había escrito en apenas tres horas.
En la genealogía del cuento en la Argentina, Castillo ocupa un lugar central. Borges, Cortázar, Bioy Casares, Silvina Ocampo, son los nombres canónicos. Patrón, El candelabro de plata, La madre de Ernesto, Also sprach el señor Núñez, los textos que fue creando desde hace más de medio siglo, lo colocan a la par. No influyo quizás tanto a sus contemporáneos como a las generaciones posteriores. También tuvo tiempo para novelas como El evangelio según Van Hutten o Crónica de un iniciado. Y para piezas de teatro como Israfel, que puso en escena a su admirado Edgar Allan Poe, sobre el que era capaz de hablar con total autoridad.
El periodista anotó el correo del gran escritor, pero ya no podrá escribirle.