El frío por estos días agita recuerdos de otras temperaturas. Hubo antes de este invierno un otoño, un verano, una primavera, otro invierno. La memoria de la sangre que corre por debajo de la piel arma su propia base de registros. Saca promedios, encuentra desvíos, predice cuánto falta para la próxima estación. El cuerpo hace cuentas, construye diagnósticos e imagina cómo enfrentar las inclemencias del tiempo económico.
¿Se parece este comienzo del mes de julio al anterior? Ya había barbijos, sí. No había aborto legal, libre y gratuito. Tampoco cupo laboral travesti trans ¿Y al anterior? Era 2019, otro mundo, otro escenario. El cambio de temporada invita al balance ¿Qué números marcaron los cuerpos entre invierno e invierno? ¿Qué cifras quedan aún tatuadas y cuáles borramos con el sudor de las conquistas feministas? ¿Qué sembramos para que crezca cuando vuelvan los calores de la próxima primavera?
Érase 2019
En julio de 2019 empezaba, como ahora, la campaña electoral. Gobernaba quien más tarde diría que la devaluación era un castigo que el mercado infligía a les males votantes. Alguien que quería que les agotades de trabajar (y no él) sean quienes paguen las consecuencias de las malas políticas, del endeudamiento más grande de la historia, alguien que hoy se ríe de la pandemia e insiste, como sus pares de derecha en otros territorios, que el coronavirus es apenas una gripe estacional.
Endeudaba para reinar como quien divide para gobernar. Recibió 45.000 mil millones de dólares que dilapidó en tiempo récord. El fin de fiesta de la revolución de la alegría se mostró como lo que era: una máquina de distribuir tristeza. Los feminismos resistieron cada medida de ajuste en las calles y por eso festejaron cuando se le pudo poner un límite en las urnas a la coalición que gobernó bajo la premisa de habitar un país de mierda. En octubre de 2019, poco antes de las elecciones presidenciales, la ciudad de La Plata alojó al Encuentro Plurinacional de Mujeres, Lesbianas, Travestis, Trans y No Binaries. Fue el más multitudinario de sus XXXIV años de historia y acaso el evento feminista más numeroso y extenso del plantea.
Al mismo tiempo, en otros países de la región subía la temperatura y no por el inicio de la primavera. Las noticias de las revueltas en Ecuador, Colombia y el convulsionadísimo Chile llegaban con primeras planas de compañeras agitando pañuelos verdes como hilos capaces de tejer las luchas de todo un continente.
En Bolivia la golpista Jeanine Añez le recordaba a les distraídes que no hay nada más burdo que confundir una posición política (feminismo) con el sexo biológico (mujer). Lo hacía mientras blandía una biblia escoltada por militares y se despachaba en contra de la educación sexual en las escuelas.
Jeanine se tuvo que ir y volvió a flamear la wiphala, Colombia encendió fuego este año con las cenizas de 2019 y en Santiago de Chile, epicentro de las revueltas, acaba de asumir como alcaldesa Irací Hassler, economista feminista que promete, como han pedido las miles de personas que perdieron la vista y las decenas que fueron asesinadas por el aparato represivo, poner la vida (¡digna!) en el centro del proyecto económico. Este año les vecines cordilleranes discutirán una nueva Constitución. Por primera vez, con protagonismo feminista. Se conquistó el cupo para los pueblos originarios. Faltan aún les compañeres trans y les afrodescendientes, dicen las más jóvenes constituyentes.
Pausa y marcha atrás: los vientos pandémicos
El verano del 2020 nos encontró haciendo listas de las medidas que reclamaríamos, una por una, al nuevo gobierno en Argentina. Saber que contaríamos con un Ministerio de Mujeres, Género y Diversidad, permitía un respiro para los cuerpos cansados de reclamar sin ser oídos durante cuatro años. No por el nombre del ministerio (hay países en los que existe hace años y no ha cambiado nada) pero sí porque se trató de una cartera que expresó desde el inicio ser retoño de la lucha callejera.
En Las12 demandas urgentes que soñábamos no pudimos prever el retroceso que traería la situación social, económica y sanitaria asociada al COVID-19. En todas las crisis los hogares implosionan porque estalla la demanda de cuidados, siempre feminizados, racializados. Es, además, una condición intrínseca del neoliberalismo: las privatizaciones, las jubilaciones que no alcanzan, el vaciamiento de los servicios públicos y el endeudamiento de las economías domésticas provocan un cortocircuito entre los cuidados que se requieren y los que se tienen.
A diferencia de lo que ocurrió en otras crisis de origen económico, si se mira lo que pasó a nivel regional, esta vez la tasa de desocupación aumentó más para los hombres que para las mujeres. Esto no necesariamente implica que los hombres hayan sido más afectados por la crisis, sino que subraya la necesidad de complementar el análisis de la coyuntura laboral basado en la tasa de desocupación con la revisión de otros indicadores relativos a la participación en la fuerza laboral y la distribución del trabajo no remunerado (CEPAL/OIT, 2020).
Lo que acompaña ese dato es una disminución de la tasa de participación económica de las mujeres (para las estadísticas, aquellas que no salen en búsqueda de trabajo remunerado). Frente a las circunstancias de la crisis y las altas demandas de cuidados, muchas de ellas no emprendieron la búsqueda de un nuevo empleo y por ende, no se las cuenta como desempleadas. Las últimas proyecciones de la CEPAL indican que habrá una contracción de al menos 6 puntos porcentuales en la tasa de participación laboral de las mujeres a nivel regional sin dudas asociada al trabajo no reconocido puertas adentro de las casas, pero también en los barrios populares, donde son mayoría las mujeres que dejan su vida para atajar la pandemia del Coronavirus, pero también la del hambre y la de la falta de servicios básicos. Imposible no recordar el nombre de Ramona Medina que murió sin lograr que el agua potable llegue a su casa, a pesar de vivir en la Ciudad de Buenos Aires, una ciudad rica, con un PBG similar a las capitales europeas, pero indicadores sociales semejantes a los de las zonas más pobres del mundo.
Según datos del INDEC para el Gran Buenos Aires, durante el 2020 el 70 por ciento de las tareas de cuidado estuvo a cargo de mujeres. En el 75 por ciento de los hogares las agobiantes tareas de apoyo escolar estuvieron a cargo de mujeres y sólo el 16 por ciento a cargo de varones. La desigualdad en el reparto de tareas continuó incluso cuando asistimos, quizás, a un momento inédito en el cuestionamiento de la división sexual del trabajo doméstico.
¿Qué haremos con todo este retroceso? Años escuchando que el futuro sin brechas de género llegaría cuando se equiparara la participación en el mercado laboral. Pero los trabajos reservados para las mujeres pobres, las travas, las tortas, las trans son trabajos que no pagan ni una canasta básica. Los nuevos trabajos, esos que suceden arriba de una bicicleta o un auto alquilado, sin elementos de seguridad, sin garantía de sueldo a fin de mes, no alcanzan ni para pagar un alquiler.
A los debates sobre derechos laborales e ingresos dignos sumamos uno más complejo y nodal: ahora que la pandemia puso esa palabra en boca de todes ¿será que podremos imaginar políticas orientadas a garantizar lo esencial? Alimentos sanos, salud de calidad, aulas que resistan el frío y en las que no se obligue a nadie a encajar en rótulos estancos, nena, nene, lento, rápido o especial.
La peluca rosada debajo de la cama
Se ha logrado, pareciera, despejar algunos fantasmas ingenuos: al patriarcado no vamos a tirarlo con una patada, de un único golpe para siempre. No es la toma del palacio de invierno ni el cielo por asalto lo que prometen los feminismos. Tampoco una iluminación, un abrir los ojos que estaban cerrados ni un camino recto hacia el paraíso libre de machismo.
En un mundo que se presenta cada vez más dividido entre el 1 por ciento que se enriquece a costa de las penurias del 99 por ciento restante, un feminismo para las mayorías será aquel que exija la redistribución de la riqueza. Esa que se mide no sólo en bienes y servicios sino también en tiempo disponible, en redes y afecto.
Pasamos muchos años reclamando por el reconocimiento de los trabajos domésticos y de cuidados. No alcanza con la corresponsabilidad en la crianza, ni con el reparto de tareas del hogar si al mismo tiempo crece como salida laboral el trabajo en casas particulares por el que se pagan chirolas y a duras penas se logra formalizar. En Argentina representa casi un veinte por ciento del trabajo femenino, signo de fractura social. Socializar esas tareas debería ser un deseo para un horizonte cercano, para la próxima estación. Nadie en este mundo debería perderse la experiencia de fregar un inodoro, de trapear un piso o de limpiar un calzón. Pero tiene que haber algo más. Que nadie pierda la oportunidad de experimentar un trabajo que le guste quizás, tiempo libre para el deporte, el arte y el amor.
Los feminismos proponen y construyen transformaciones constantes: en los vínculos, en las formas de tejer alianzas, en el invento de cómo sobrevivir. Beben y se alimentan de imaginarios mutantes. La crisis que transitamos remueve preguntas de la economía clásica que décadas de primacía neoliberal intentaron enterrar: quién produce, como se distribuye y cuánto se consume. Quisieron enterrarlas, pero vuelven a brotar, insisten. Lo hacen, esta vez, regadas y abonadas por la economía feminista que cuestiona el viejo sesgo androcéntrico, pero también el cisexismo que borra las identidades trans, el racismo que toma lo blanco como lo universal y la separación inviable de los cuerpos y los territorios que habilita la depredación sin límites de los recursos naturales como si no se tratara un atentado contra la propia vida humana.
Quizás, así, tengamos alguna vez un invierno seguido de una primavera en la que las estadísticas no den escalofríos y seamos socialmente iguales, humanamente diferentes y totalmente libres, tal como deseó una economista feminista pionera.
Como la peluca rosada que asoma por debajo de la cama del relato de Pedro Lemebel, signo del trabajo, el cuerpo, la gracia que el censista jamás registrará, los feminismos hoy dejan en ridículo a las estadísticas binarias, a los hogares tipo, a los renglones limitados de los formularios para rellenar. En su crónica Censo y conquista el poeta chileno describe con maestría una escena en la que, una detrás de otra, se escapan de los ojos del encuestador las verdaderas ocupaciones y carencias de una familia cualquiera pero distinta de la construída en base a la moral y las buenas costumbres.
Los casilleros disponibles no alcanzan para nombrarnos y las series que nos borraron de la historia no sirven como base para mostrar, por ejemplo, cuántas vidas habrán salvado la ley de cupo laboral travesti trans y el aborto legal seguro y gratuito. Habrá, entonces que seguir moviéndose, con la certeza de que hay tanto más por transformar. Iluminar lo que tienen de mortuorias las casas, ciudades, huertas, fábricas y espacios de trabajo y transformarlos en lugares de potencia vital.
Será preciso insistir, hasta que todos los cuerpos cuenten, con que lo nuestro es volver a poner la vida en el centro.
*Las bastardillas corresponden a títulos o expresiones utilizadas en otras columnas de El cuerpo de los números. Pueden consultarse en elcuerpodelosnumeros.blogspot.com