No está claro -y quizás nunca lo esté- por qué murió Jim Morrison. Los hechos “sagrados” cantan que la hora del final le llegó en el departamento parisino en que vivía desde marzo de 1971; que justo hoy se cumplen cincuenta años de su muerte; que como Jimi Hendrix, Brian Jones y Janis Joplin, tenía 27 años, y que sus huesos fueron a parar al cementerio del Pere-Lachaise, foco de peregrinaciones, de pervivencia del mito. Pero como pasa en muchos casos célebres, complejos, famosos, es el mundo de las interpretaciones el que brota, prima y manda. Básicamente en el de Jim emerge una razón de peso: nunca se hizo la autopsia. Por lo tanto, no queda otra que anclar en la máxima de alguien que se le parecía bastante: Frederic Nietzsche. “No hay hechos, hay interpretaciones”. O, tal vez doblarle la apuesta. “Y también hay delirios”.
La que impera entonces en este enorme mundo de paradojas, misterios y contradicciones es la de Pamela Courson, pareja y musa poética de James Douglas. Pero incluso esta, la más arraigada, tiene un atajo insalvable: ella cayó fulminada por una sobredosis en abril del 74, y por tanto no puede carearse con versiones que surgieron después. Entre comillas hay que colocar entonces la hipótesis del lugar en que murió Morrison: la bañera del departamento de París. Dijo Courson y tomó la historia que aquella madrugada del 3 de julio de 1971, su pareja había decidido darse un baño tras una noche agitada, y que ella, alertada por la tardanza, fue hacia el baño donde lo encontró sin vida. "Estaba sonriendo levemente, así que pensé que bromeaba conmigo; pero no, estaba muerto", aseguró Pam, tras el feo trance. La cantidad de drogas, sustancias bravas y alcoholes que había ingerido Morrison en tan poco tiempo de vida no torna complicado culpar de su muerte a un paro cardíaco, tal como consta en el parte médico. Y hacerse la idea que fue así.
Pero el lagarto metió la cola y, con el tiempo, surgieron otras conjeturas más o menos verosímiles, pero igual de populares. Una de ellas fue la de Marianne Faithfull. Tal vez la más impactante, sobre todo a partir de que la publicó en la revista Mojo, en 2014. Según la ex de Mick Jagger, Jim habría muerto “accidentalmente” en medio de una situación poco clara que tuvo a Jean de Breiteuil --alto dealer de la era y novio de la cantante por entonces— como partícipe necesario. La cosa parece haber sido del tipo "era él o yo" tras una transa de heroína de alta pureza entre uno y otro. La maldita heroin es la sustancia epicentro en otra de las versiones: por caso la que brindó Sam Bernett, gerente del “Rock and Roll Circus”, en su libro El fin: Jim Morrison. El bolichero dijo en tales páginas que Jim habría muerto sentado en el inodoro del baño del bar, producto de una sobredosis. Otros, empero, salieron a desmentir ambas versiones porque el rapsoda de Florida detestaba las jeringas, tanto como adoraba el peyote.
Distinta es la hipótesis que surgió del mismísimo riñón de The Doors cuando Ray Manzarek, habitante central del universo Morrison desde que cursaban juntos en la Universidad de California, viró la atención de sus fieles hacia un lado más bizarro, de ribetes casi surrealistas. El tecladista, bajista y fundador de la banda abrió la boca para decir que si existía un tipo capaz de escenificar su propio fallecimiento “creando un certificado de muerte ridículo, y pagando a un doctor francés”, pues ese era Jim. Y así dejó picando una fantasía recurrente: la del rey lagarto viviendo entre pares en alguna lejana playa de Africa. Otros, en cambio, hablaron de suicidio y hasta hubo quien sugirió que su padre, ese almirante de la armada estadounidense que le había arruinado la infancia a Jim, fue a buscar su cadáver y se lo llevó a los Estados Unidos. Por supuesto, no hay una sola prueba convincente de ello.
Un mar infinito de presunciones, al cabo, que contrastan con otra realidad como única verdad. De los seis tremendos discos de The Doors, y los densos líos que estos provocaron en las psiquis de aquella generación, no hay rocker de ley que escape. Menos del quiebre nihilista que estimularon –y aún lo hacen-- temas como “Riders on the Storm”, “L.A Woman”, “The End” o “Hello I´love you”. O de esa forma de ser y estar rocker que hace del misterio, la autodestrucción, el sexo oscuro, el desorden y el caos, una bandera. Muchas banderas.
Otra certeza es que la muerte de Jim no hubiese ocurrido, o por lo menos no en París, si todo el peso de la ley y la moral del “Sueño Americano” no hubiese caído sobre sus espaldas, aquel agosto de 1970 cuando un juez republicano llamado Murray Goodman le inició al cantante un juicio por exhibicionismo, en el que las arbitrariedades propias del poder moral le impidieron al loco Jim una defensa acorde. El punto clave era si había mostrado su pene o no en el caótico show de su Florida natal. Tal secuencia --inmortalizada en el film de Oliver Stone-- ocurrió el 1 de marzo de 1969, en el Dinner Key Auditórium, cuando Morrison empezó a sacarse ante las casi siete mil personas que abarrotaban la sala y, tras un mensaje de alto tono, dicen que se bajó los pantalones. Como haya sido, el incidente provocó en Jim varios dolores de cabeza –sobre todo económicos—y derivó en la necesidad de huir a París, y dar un notorio vuelco de la poesía hacia la música.
Una pena que muchos lamentaron porque los Doors estaban llegando a su cenit musical, popular y creativo, tras la grabación de ese gran disco que fue L.A.Woman. No así aquellos que se habían dejado atrapar por los ácidos pasadizos de escritos como los versos que pueblan The New Creatures, o de An American Prayer, donde emergen las desgarradas voces de Verlaine, Baudelaire, las floras y faunas inhóspitas, y los chamanes indígenas como espejos de inspiración. Tampoco para aquella otra minoría que veía en Jim un futuro ligado al cine tras sus irregulares performances como actor y guionista en el film HWY: An American Pastoral.
Lo cierto es que en su tumba yace una leyenda que dice “Contra el demonio dentro de vos mismo”. Y la ironía, pese a todo, sigue dando cosita: si es que está ahí.