Ejercicio práctico para todos aquellos que aman sumergirse en mundos paralelos: leer --opción no excluyente, alcanza con imaginar-- las reacciones de una parte de la aldea viral a la reivindicación que hizo Cristina de la política Conectar Igualdad, vinculada a la historia del trapero L-Gante. No es necesario reproducirlas. Alcanza con describirlas como cadenas de indignación y odio de clase desparramadas por los foristas de diversos medios (se recomienda, eso si, la capusottiana y desopilante intervención de Eduardo Feinmann, no se la pierdan).
La de L-Gante podría ser una de esas historias que tanto les gusta a los neoliberales: "era pobre, solo tenía una netbook y ahora triunfa en el mundo con su música". En principio, tendría más épica que la vida del dentista que triunfa en Estados Unidos vendiendo empanadas. Pero no.
En primer lugar, claro, por la mediación de la vicepresidenta. Hay un aura fatalista que envuelve cada una de sus intervenciones: diga lo que diga (e inclusive si no dice nada, porque algo estará tramando) se le buscará la vuelta para desviar el núcleo ideológico de su discurso y focalizar en algún detalle anecdótico que encienda el resentimiento de los conservadores más sensibles. El montaje de colectoras distractivas se vuelve de lo más ecléctico porque Cristina es generosa en digresiones coloquiales. En este caso aparecen inspirados "críticos musicales" y policías de costumbres que apelan a falacias insostenibles en cualquier terreno lógico: se le adjudican a la expresidenta hasta los males que reflejan las letras de L-Gante. Como si ella hubiese escrito las canciones o hubiera sido su mentora intelectual.
Pero hay otro punto. Aunque burda y en algún punto hilarante, la operación no es inocente. El desenfoque responde a la necesidad de invisibilizar el fondo de la cuestión. Incluso cierto progresismo bien pensante se deja arrastrar al subsuelo del debate. Resulta obvio pero vale señalarlo: se discute sobre el gusto de Cristina, o sobre su presunto aval a un "mal ejemplo" para la juventud, porque no se quiere discutir el rol del Estado como dinamizador social y regulador del mercado.
La historia del dentista que triunfa en Estados Unidos vendiendo empanadas es aleccionadora. Acá no se puede, la solución es individual y está afuera. Como consuelo doméstico a L-Gante se le podría haber aplicado el mismo código meritocrático que consagra al Dipy. Pero en la biografía de L-Gante hay un detalle adicional que incomoda: la intervención del Estado, con la entrega masiva de netbooks, para paliar una desventaja tecnológica de origen. Ese -insuficiente- elemento reparador, que funciona como modesto punto de partida para que los excluidos tengan más herramientas en la jungla, es inadmisible para la derecha. En la cosmovisión neoliberal ni siquiera sería aplicable un "emprendedurismo de Estado", adaptación a la sociedad algoritmica de lo que antes se conocía como "ascenso social".
Ya se sabe que el Poder propaga una ideología individualista pero actúa como clase. Fomenta indignaciones por cuestiones epidérmicas para preservar sus privilegios estructurales. Enfermos de literalidad, miles de trolls ad honorem trabajan como fuerza de choque de esos pocos que están muy interesados en Cristina pero no precisamente en sus gustos musicales. Tienen otras prioridades. Imaginan y promueven un futuro amenizado por una batalla a todo o nada entre "Dipys" y "L-Gantes".