El deslumbre puede empezar por el título: ¡Que no me asfixie de hacer tanto silencio! La autora es la prácticamente ignorada Inge Müller. De pronto la lectura de su poesía deviene corporización de sobresaltos. Müller no afloja ni suelta, impone exclusividad. El enganche tiene su razón de ser: te conecta con zonas intempestivas de la realidad cercanas, dolorosas a pesar de la distancia en tiempo y espacio. La lectura adquiere entonces vértigo y, paradoja, al mismo tiempo impone un freno, impone pensar.
El silencio es un problema filosófico complejo. A veces, el definirlo implica retorizar. La poesía, en cambio, ante el silencio, acierta al nombrarlo como herida que no cicatriza. Müller lo cuenta: Yo escribía y escribía/ El verde en el pasto / Y mis lágrimas no humedecieron la tierra. / Y mi risa / No revivió a ningún muerto. / Me puse en la piel de cada uno. / Pero ahora no voy a gritar más. Su silencio son estos poemas rescatados de una vida que duró apenas cuarenta y un años signados por el desconsuelo.
Su biografía, como la de todos los escritores alemanes de su generación, que padecieron la iniciación bajo el nazismo, expone la marca del desastre en la escritura, una escritura dañada, como la que reinvidicaba Günther Grass. Bombas y cañones / Me enseñaron a tener paciencia. / A considerar a los que sangran. / A pensar qué significa la culpa, dice Müller. Su historia tiene que ver con la Historia, es inseparable.
Nacida Ingeborg Ursula Meyer en 1925, estudia comercial en un tiempo en que sólo el diez por ciento de las mujeres lo hacen. En 1942 es reclutada por la Ley del Servicio Laboral del Reich, maneja camiones. Cuando regresa un año más tarde a Berlín los alimentos escasean, el pavor bajo los bombardeos es constante. Se la incorpora a las fuerzas armadas, conduce camiones de la Lutwaffe. En el frente, para amortiguar la desesperación, toca el acordeón. Prueba desertar, pero es atrapada. En abril de 1945 – muchos de sus poemas llevan ese número, el 45 -, cerca de las cuatro de la mañana, yendo a buscar agua, acorralada por un bombardeo, queda enterrada junto a un perro tres días bajo escombros. Cuando logra emerger, corre a la casa de sus padres: también está en ruinas. Tiene que arrancar sus cadáveres de entre los escombros. En este sentido, los poemas de Müller, en su sentido más literal, están hechos con restos.
De sus tres matrimonios, el último en 1955 con el dramaturgo Heiner Müller no es el menos problemático. La pareja vive en la Alemania Federal. Al principio parece unida en la creación. Exploran la reconstrucción del socialismo, escriben teatro, obtienen el premio Heinrich Mann. Pero ella no figura en los créditos. Además de la censura de estado, Müller sufre el ninguneo de su compañero. Empieza a sufrir trastornos psicosomáticos. Cuando la angustia la sitia recurre al alcohol y se agarra del acordeón. Escribe y rompe los manuscritos. Comienza una novela titulada Jonás y la abandona. Sus depresiones se agudizan. También los intentos de suicidio. Hasta que finalmente lo consigue en 1966.
En los días en que descubrí el libro de Müller pude ver imágenes de unos chicos palestinos caminando charcos de sangre después de un bombardeo israelí. Y no pude evitar el recuerdo de Alemania hora cero, de Roberto Rosellini, rodada en 1948 poco después de la muerte de su hijo Romano, a quien dedica el film. El relato se centra en un pibe de doce años que vagabundea trapicheando las calles de Berlín bombardeada. El pibe envenena a su padre enfermo y después se suicida, dos actos simbólicos, representación de la piedad y la culpa. Con la crudeza característica del neorrealismo, Rosellini compone su narración penetrando en las sombras espectrales de las ruinas. A la memoria, me doy cuenta, le gustan esta clase de asociaciones menos ilícitas de lo que parecen. El lenguaje no es inocente, nunca.
Si Adorno se pregunta si es posible escribir después de Auschwitz, Müller le responde con un poema: “Amar después de Auschwitz”. Como es habitual en ella, hay una radicalidad desolada en la forma: Fue amor/ Cuando llegué a ti/ Porque debí llegar/ Fue amor cuando te dejé/ Porque sabía/ La vieja vergüenza es falsa vergüenza. // No ayuda ningún Dios ni un Estar juntos. // Y me fui. Y nada pasó. / Me miré a mí misma y también a ti / Y a los demás/ Y no fue suficiente. La poesía de Inge Müller no encuentra, no puede encontrar sosiego: Todo lo que camina soy yo. /Todo lo que cae también soy yo. /Gravemente herida levanto mi cara. / De mierda y de tierra. / Una y otra vez / ¿Quién me ayuda? / ¿A quién ayudo? / Así y una y otra vez así. Su escritura, en iracundia, se relaciona con la poética de su contemporánea Ingeborg Bachman (1926-1973).
“Quien sepa de un mundo mejor, que dé un paso al frente”, así empieza un poema de Bachmann. Si se piensa el hecho poético como “dar un paso al frente”, el desafío de Bachmann es fuerte. Según el Sartre de Qué es la literatura, ensayo publicado en esos años, toda pieza literaria es un llamamiento. Y Bachmann actúa en consecuencia aun consciente de la inutilidad de un poema frente a un drama social. Se trata de saber qué se va a escribir: si sobre las mariposas o las consecuencias del nazismo, dice Sartre. Y cuando esa decisión está tomada, todavía falta una: qué forma darle a la obra.
En este punto, Müller y Bachmann resultan hermanadas en el desafío de tantear la negrura, como Rosellini, probando a ver qué belleza sobrevive en tierra arrasada. Situadas en la encrucijada entre lo subjetivo y la totalidad, es ahí donde se torna imposible aislar sus poesías del contexto. Previsible, un lector más refinado habrá de criticar este elogio de una escritura sin previa apreciación en la lengua original.
Si bien el reparo es válido, cabe una reflexión: qué ocurre cuando unos versos traducidos consiguen un fuerte efecto emocional traspasando la barrera idiomática. En una de esas la respuesta la encontraremos en Müller: ¿Cómo escribir poemas/ Más fuertes que el grito de los heridos, / Más profundos que la noche de los hambrientos/ Más silenciosos que la respiración boca a boca/ Más duros que la vida? / ¿Blandos como el agua que sobrevive la piedra? / ¿Cómo no escribir ningún poema?
Y todo el tiempo, mientras escribo estas reflexiones, están esos pibes caminando en la sangre. Tensa teoría literaria a esta altura. En todo caso, conviene aceptar que la teoría literaria es teoría política. En El libro de las semejanzas, Edmond Jabés (1912-1991), egipcio, judío y exilado, anota: “Lo importante para nosotros es saber en qué nos hemos convertido, en qué universo evolucionamos. A qué ritmo y por cual camino, a lo largo de qué vía y muerte apropiadas. Y de qué borradura somos víctimas”.