Con el surgimiento del movimiento #Niunamenos, el foco empezó a ponerse en la responsabilidad de los varones ante la violencia de género y se multiplicaron desde entonces los dispositivos o espacios de atención a varones que ejercen violencia contra las mujeres. ¿Qué hacen? ¿Cómo están funcionando? ¿Cumplen con el objetivo de evitar la escalada de violencia que puede llegar a femicidio? Un estudio relevó 14 espacios que funcionan en distintos puntos del país para responder a estas y otras preguntas. Escasez de recursos, largas listas de espera para conseguir una vacante y dificultades para medir su eficacia son algunos de los problemas encontrados.
La investigación “Una lectura de las narrativas de los programas para agresores” fue desarrollada por Ana Casal, especialista en violencia de género, licenciada en psicología e Integrante de la Red de Mujeres para la Justicia. Se trata de un análisis de las respuestas brindadas por referentes de catorce espacios terapéuticos, a un cuestionario de cuarenta y cuatro preguntas implementado en línea en el segundo semestre de 2020.
La mayoría de los programas participantes comenzaron su actividad después del segundo semestre de 2015, es decir, después de la primera marcha Ni Una Menos. Algunos, incluso, no tienen más de dos años. El más antiguo es de marzo de 1997. El trabajo que realizan es, en general, grupal, aunque algunos trabajan también de manera individual con los hombres que ejercieron violencia. “El abordaje, que suele ser interdisciplinario, en la mayoría de los casos tiene como objetivo que los agresores se responsabilicen por las conductas violentas. Para ello, frecuentemente, combinan diversos enfoques psicoterapéuticos junto a intervenciones sociales y/o educativas”, explicó Casal a este diario. La duración de los encuentros va desde los cuatro o cinco meses a los dos años, según cada centro.
La investigación incluyó un heterogéneo grupo de programas y espacios, gubernamentales y no gubernamentales, dirigidos a agresores derivados principalmente desde la justicia. Seis de los dispositivos participantes son de la Ciudad de Buenos Aires: uno pertenece al Poder Judicial de la Ciudad, dos al Poder Ejecutivo local; otro a un hospital público de la Ciudad, finalmente, dos son desarrollados por asociaciones civiles. Cuatro de los restantes son de la provincia de Buenos Aires: dos funcionan en La Plata, uno en la Municipalidad de Luján y otro en la Municipalidad de San Miguel. Otros programas participantes son una ong de Godoy Cruz, Mendoza; un dispositivo de la Municipalidad de Rosario; uno de Neuquén y por último uno del Poder Judicial de la Provincia de Santiago del Estero. Consultados para esta investigación, nueve respondieron que encontraron problemas para evaluar los resultados de su trabajo, por falta de tiempo y/o de recursos económicos. En ese sentido, en dos programas que funcionan en hospitales públicos de la Ciudad de Buenos Aires y de La Plata, los y las profesionales trabajan ad honorem. De hecho esa fue la causa para que el de La Plata dejara de funcionar este año. “La escasez de vacantes y las largas listas de espera también habla de la falta de recursos. Estas son cuestiones que deben solucionarse de forma urgente en tanto el Poder Judicial siga requiriendo estos espacios”, dice el informe. Con la gravedad de que retrasar el ingreso a los programas puede aumentar la probabilidad de la violencia y “porque no podemos pedir resultados –ni medirlos- a programas que no se encuentran suficiente y adecuadamente financiados”.
Otra cuestión común es la falta de una “clara identificación de resultados concretos y medibles. Esto impide que la justicia -principal derivadora- fije expectativas razonables sobre lo que estas intervenciones pueden lograr y que se establezcan los necesarios sistemas -internos y externos- de seguimiento y evaluación de estos dispositivos. A esto se suma que realizar estas evaluaciones es algo extremadamente complejo en todo el mundo, no sólo en nuestro país, y sus resultados no son concluyentes”, explicó Casal a Página12. “Esto hace que sea casi imposible contestar con certeza la pregunta más importante que tenemos que hacernos: ¿en qué medida la tarea de los dispositivos contribuye de manera significativa a incrementar la seguridad de las personas afectadas y a prevenir nuevas y más graves agresiones?”, agregó. En el informe detalla que la Red Europea de Trabajo con Agresores afirma que ese tiene que ser su principal propósito. Es también uno de los principios propuestos por Red de Equipos de Trabajo y Estudio en Masculinidades (RETEM) y por algunos de los espacios consultados. Sin embargo, salvo excepciones, la seguridad de las mujeres no es un objetivo expresado. Incluso Casal releva que solo seis dispositivos se contactan con la mujer víctima de la violencia con un criterio de protección, de mantenerla al tanto del tratamiento o para avisarle ante una situación que podría ponerla en riesgo como el abandono del programa por parte del agresor.
Los criterios de exclusión más comunes de los hombres que son incorporados a estos programas son el consumo de drogas o alcohol, el tomar conocimiento de un delito contra la integridad sexual, conductas violentas o irrespetuosas dentro del grupo, ausencias, etc. El informe expresa preocupación porque solo uno de los espacios considere el hecho de que el hombre siga ejerciendo violencia como criterio de exclusión.
Finalmente, Casal reflexionó acerca de la necesidad de entender que estos dispositivos, más allá de quien los gestione, son parte de las políticas públicas que dan respuesta al problema de la violencia de género “y, en particular de las que brinda la administración de justicia; por lo que es necesario integrarlos en un sistema del que participen también servicios de atención a mujeres en situación de violencia y a la niñez, poderes ejecutivos locales, policía junto a la justicia, estableciendo mecanismos claros de coordinación, comunicación y actuación. Y que esto implica para juezas y jueces transformar su rol e involucrarse fuertemente con el funcionamiento de estos dispositivos”.