Suele pasar. Una artista plástica omite su obituario y vuelve de un pasado que por suerte es menos evasivo y móvil que quienes lo habitaron y se acomoda novedosa en el presente. Algunas veces ese boleto de tren lo paga una gestión cultural, una retrospectiva en un museo o la publicación de un libro que habla sobre ella. Pero otras veces, sobran las representaciones y viaja simplemente porque se espera su visita o eso cree. Mildred Burton es una viajera frecuente que corrige la línea del tiempo en cuanto aparece, maña que debe haber adquirido cuando alimentaba su fama de fabuladora borrando las sombras del sol.
La pintora argentina con herencia irlandesa “una Burton Doll de carnecitas rosas y rulitos de puro rojo irlandés” y perfume entrerriano (nació en Paraná) de yaguaretés, ceibos y achiras, era, como le gustaba decir a ella, argentinísima. Su brebaje patrio tenía mandioca y leche de aguará guazú rociado con ajotaj, el viento vengador latinoamericano, y lo bebía en camino zigzagueante, como si lo hiciera sobre patines, por las habitaciones de su casa entre robles Chippendale y boiseries victorianas que la “controlaban con amor y arrogancia sajona”.
El artificio de voces pueblerinas, retumbos de curanderas y lobizones que cuentan leyendas como verdades y miedos como advertencias, estaban ahí, al borde de la oreja, esperándola. El resultado de ese encuentro es un relato sobre todas las infancias que la niñez inventa -“Sí, tu niñez ya fábula de fuentes” como dice el verso de Jorge Guillén que Lorca gongorino alterna en uno de sus poemas- pintado por Mildred en el estupor boquiabierto de lo real. ¿Qué necesito inventar para que me creas? se preguntó Mildred atenta a los sentidos obligados a aturdirse con la verdad y decidida a pintar islas de color violeta y pieles de animales con dibujos geométricos aunque eso la obligara a escuchar la sentencia del clan familiar: “nuestra Millie ha enloquecido, debemos encerrarla hasta que sane”, un fallo palabrero que dio origen a una serie de obras sobre una familia (la suya) de muñecas cascadas pero con vestidos de seda y terciopelo, de caras con perlas en el lugar de los ojos y de alhajeros con larvas entre azucenas podridas.
Como el encierro no parecía curarla la casaron (ella decía subastada y adquirida) con un militar con quien tuvo cinco hijos. Sus dibujos, resultado de los pocos recreos que le concedía la vida hogareña con “la bota machista que aplasta y aprieta”, la esperaban escondidos en la pinacoteca que algunas habitaciones saben improvisar, y a la que llegarían más tarde un puma acribillado, panes vendados, un ejército de broches para colgar ropa, una mujer pintada como una manzana, las casas habitadas por ellas mismas donde el empapelado siempre es testigo de cargo, las frutas frescas que escondían sangre y masa encefálica pintadas durante los años de la dictadura, el dibujo de Sir Richard Burton con una rata sobre su hombro cuando la Guerra de Malvinas estaba cerca y el óleo “La madre del torturador”, el retrato de una señora de bien que luce una cadena de oro de la que cuelga un dedo recién mutilado como dije y regalo de su hijo.
En los años ochenta colaboraba con Abuelas y Madres de Plaza de Mayo y realizaba performances junto a Federico Klemm como La última comilona antropofágica donde una vagina hecha con atún y mayonesa esperaba bocas que se animaran a comer ojos, manos, bebes y restos de sangre. Decía que la crítica que la llamó posfigurativa a fines de los años setenta cuando expuso por primera vez en el Museo de Arte Moderno (hubo otra exposición el año pasado, Mildred Burton, Fauna del país) se empecinaba en clavar a los artistas como bichos en un casillero para clasificarlos y en nombrarla a ella como artista surrealista: “el surrealismo parte de la cosa onírica, de los sueños; yo parto de la realidad”.
Unos pocos años después de la exposición de su obra (1968-1998) en el Museo Nacional de Bellas Artes, parte de su vida se contó en Barrocos retratos de una papa, una obra dirigida por Analía Couceyro en 2002, “estuvo muy bien hecha, yo hacía de mí misma en un video (que filmó Albertina Carri), los actores eran excelentes, se llamaba así porque siempre me dijeron que me parecía a una papa.” Decía que su abuela había ahorcado a un gato con la misma lana con la que tejía pasamontañas (Abuelita dónde está Michifuz, dibujo, 1974), que tenía menos edad que la que delataban los registros natales, que estaba embarazada cuando ya había cumplido los sesenta (se burlaba de los preguntones diciendo que cómo iba a mentir con algo tan sagrado como la maternidad), que vivía sola en una casa de La Boca con veinte perros, que a veces en siete y otras catorce, una paloma y una tortuga, que todos sus cuadros habían nacido como texto, “tengo más relatos que pinturas” y que lo suyo -la salpicadura salvaje, la esquirla que devela los secretos de familia, la madeja del ovillo doméstico -, era fácil de explicar porque había nacido un 28 de diciembre.
En cada visita Mildred provoca una respiración anhelante, un ánimo que pone nerviosos a los protegidos de su impaciencia, de su talante inmediato de embustera gloriosa. Su llegada es un temblor de piel en envión diverso y libidinal que no pasa de moda aunque para divertirse o distraerse se mueva de manera que ya no se usa para parecerlo.