Ya no produce sorpresa alguna que la derecha pueda decir cualquier cosa y agotar todas las estrategias de la difamación. Lo hacen en distintos lugares del mundo según distintas intensidades. La condición de que se pueda organizar un sistema de insultos sin coherencia interna, sin relación ni con la verdad ni con la ética, está directamente relacionada con que se busca premeditadamente suscitar una densa atmósfera de odio. Los discursos difamantes y mentirosos no buscan atacar al discurso que se les opone, eso es sólo una apariencia, se proponen más bien atacar a la propia existencia del otro, un otro que ya no es un adversario ni siquiera un enemigo sino "algo" que no debería existir y que habría que extirpar, expulsar, borrarlo de la realidad.
En el caso argentino esta operación adquiere otra intensidad y realiza una nueva vuelta de tuerca: no se odia a los opositores, adversarios o enemigos, se odia al propio país que un buen día permitió que esos sectores existieran. Si bien en otras épocas se los quiso eliminar con los fusilamientos, los desaparecidos y el genocidio, no ha sido suficiente y por ello el odio se da en una velocidad extrema.
¿Que es lo que asegura el odio, cuál es su ventaja primordial? Tal como demostró Freud el odio insultante es un gran cohesionador de grandes grupos sin pasar por el dificultoso trámite de los argumentos. Los argumentos conllevan cierta posibilidad dialéctica, el odio solo quiere destruir. El odio amalgama a distintos seres, que se desresponsabilizan de ellos mismos odiando a un objeto exterior que existe solo como blanco de las imputaciones. La cuestión es que hay mucha gente que no quiere saber nada de su responsabilidad frente a la historia y el odio es su coartada perfecta: las almas inocentes constituyen la audiencia de los depredadores. Destaquemos que las derechas europeas radicalizadas no han llegado tan lejos, no se han permitido aún odiar a su propia nación.
El trayecto final y seguro del odio es la pulsión de muerte, que esconde distintas paradojas, por ejemplo es capaz, en nombre del odio al otro, de destruir al país primero y luego a si mismos. La propia Vicepresidenta lo pronunció hace pocos días: no nos odian a nosotros, en definitiva odian al país.
Los segmentos de la población capturados por el odio no van a despertar de la hipnosis tanática porque se contraargumente racionalmente a las derechas. Aquí radica la raíz del problema. Hay que pensar en una operación distinta con respecto al despliegue caótico de odio y socavamiento de la nación.
Según el Maquiavelo recogido por Gramsci, el Príncipe (el Pueblo) debe elegir entre ser amado o inspirar Temor. Si pudiera con los dos afectos sería excelente, pero si no debe finalmente elegir el Temor, ese Temor que libera a la masa confundida del desorden en el que se encuentra por la ausencia de límites. Pero según el propio Gramsci, el Principe nunca puede hacerse odiar.
Recordemos que en Gramsci el Príncipe es la metáfora que unifica al Pueblo en la construcción de la República. Nunca hubo gobiernos tan democráticos en la Argentina como las últimas experiencias nacionales y populares.
Por ello la experiencia democrática exige más que nunca firmeza constitucional para que la escuchen e intervenir donde el límite debe ser planteado .