¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, se pregunta Philip Dick en el libro que inspiró la película Blade Runner, donde los androides se llaman replicantes. Artefactos tecnológicos con apariencia biológica. Ni siquiera son ciborgs, esto es, seres biotecnológicos con inteligencia racional y emotiva. Una atleta humana con piernas ortopédicas computarizadas, por ejemplo, es ciborg. Les replicantes, en cambio, no poseen racionalidad ni sensibilidad, son programas algorítmicos. No son humanos, no son vivientes.
Por más que lo artificial imite la vida no deja de ser artificial. No siente, aunque mimetice los sentidos. No piensa, aunque opere a velocidad sideral. Un ente formal preso de una escenografía animada no establece empatía. La historia y la imaginación registran intentos de emular la vida desde la tecnología y la posibilidad de que los aparatos tengan sueños. Un unicornio de origami corriendo entre los árboles es soñado por un dudoso replicante en la película de Ridley Scott. Aparecen también replicantes animales o “animoides”. Precursores de los actuales felinos y caninos cibernéticos.
Herzog, en Lo and Behold, ensueño de un mundo conectado, retoma la tradición viviente/artificio y le pregunta a un científico: ¿puede internet soñar con internet? La tecnociencia no puede soñar con ovejas eléctricas ni soñar con ella misma. Pero la tecnociencia y el capitalismo -que todo lo convierte en mercancía- han encontrado la manera de sacarse a la gente “no productiva” de encima.
“En Estados Unidos, un programa piloto entrega perros y gatos electrónicos para combatir el aislamiento que derivó de la pandemia. Dirigido a personas mayores, y mientas amplía su campo de experimentación, logra mayor optimismo en ellas y también apuesta a la esperanza. Bienvenidos al futuro”, enuncia el copete al texto de Laura Marajofsky “Mascotas artificiales. Un robot para tu soledad”, donde analiza el fenómeno de la fabricación de juguetes animados para paliar la tristeza de las vejeces aisladas por los virus.
Los países -opulentos- con pirámides poblacionales invertidas se enfrentan con el problema de la ancianidad relegada al encierro y el olvido. Los poderes responden con una “solución” contraria a la ética, porque desestima a un grupo etario adulto y responsable. Proveen de mascotas a pila a personas mayores que viven solas. Esta movida del mercado es conocida como “eldertech”: tecnología emancipatoria para la tercera edad. ¿Emancipatoria?, ¿quién se emancipa?, ¿la persona que recibe un simulacro de perro? ¿O se emancipa su entorno humano?, ¿o los investigadores e inversores de “chiches” desestimadores de viejes?
El filósofo del lenguaje y la consciencia John Searle asevera que un robot no puede alcanzar el poder causal que produce la actividad humana. Tampoco la que logran las animalidades biológicas. La diferencia entre la gata real y la gata electrónica es que la segunda actúa siguiendo un programa formal, vacío de contenido, mientras la primera alberga capacidad afectiva, ¡está viva! Los cuerpos vivos generan sentido. Podemos soñar con ovejas, con unicornios, con internet y hasta aparecer en nuestros propios sueños. Cada viviente no es una combinación de partículas inconscientes. El sentido común nos dice que somos sensibles, racionales y libres. Nada de esto es atributo de la tecnología. Pretender que se acaricie un artefacto de piel sintética como si fuera un dildo asexuado (pero que ni siquiera produce orgasmos) para paliar la soledad, suena a menosprecio.
“Lo primero que hicieron fue mostrar las tetas. Se sentaron las tres en el borde de la cama, frente a la cámara, se sacaron las remeras y, una a una, fueron quitándose los corpiños. Robin casi no tenía qué mostrar, pero lo hizo igual, más atenta a las miradas de Katia y Amy que al propio juego. La cámara estaba instalada en los ojos del peluche, parecía un osito panda”, palabras iniciales de una ficción sobre robots domésticos: Kentukis, de Samanta Schweblin. Un contrafóbico para la soledad. Los afelpados chiches electrónicos -kentukis- igual que las mascotas artificiales no hablan, solo borronean pequeñas interacciones. Si se descargan mueren para siempre.
Se puede ser un kentukis -y ver desde el peluche a quienes se le pongan frente a la cámara- o se puede poseer un kentukis y soportar su mirada-cámara. En cualquier caso, esa relación con el artefacto modifica a quienes la establecen. Hibrido entre una mascota viviente y las redes sociales. Hubo antecedentes -reales y ficticios- de los kentukis de Schweblin. El Tamagotchi, al que había que alimentar y bañar, el Furby, más “evolucionado” y similar al Mogwai, que en ciertas circunstancias se convierte en monstruo de aspecto reptiliano del linaje de los Gremlins, otros monstruillos de ciencia ficción. Refiriéndose a su criatura semianimada concluye Samanta: “el kentukis es una mezcla entre una app y un dispositivo que permite el acceso remoto de una persona en la vida privada de otra”. Como surrogate partner suena algo mejor que las mascotas sin vida para personas que, además de solitarias, son adultas mayores descalificadas. Infantilizadas.
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Donna Haraway, en épocas más propicias, apostó a una salvación desde la técnica. Sostenía que en un mundo donde ya no hubiese personas en estado puro ni diferencia sexual exclusora -puesto que la humanidad devendría ciborg- se borrarían las coacciones. Pero la filosofía suele fallar con los pronósticos (preferible hacer diagnósticos). Pues, si no existe equidad en la distribución de la riqueza, ¿cabe esperarla en la tecnología? Y extendiéndose algo más en las teorías de salvación técnica, ¿pueden los artefactos generar afecto y solidaridad? Cuando Frankenstein (uno de tantos antecesores de mascotas artificiales) se lanza por los caminos, solo obtiene rechazos. Hasta que llega al borde de un río donde una niñita lo invita a jugar. Hay margaritas, las arrojan al agua para verlas flotar. Pero cuando las flores se terminan, el homúnculo -desconcertado- toma a la niña y la arroja al agua, que se la traga. No estaba programado para ese imponderable. Como no lo están los robots mascotas que se desentienden de las personas mayores y las sepultan en el vacío de sentido, como Frankenstein a la niña y a las margaritas arrojadas al torrente.