Es posible que el sonido de su trompeta haya quedado en el fondo de los estilos del jazz, debajo de otros que acaso se formaron escuchándolo. Su voz, en cambio, de picardía melancólica y swing irreverente, está incluso más allá de la música, entre los emblemas del siglo 20. Como precursor y artista, como espíritu y materia del jazz, Louis Armstrong fue seguramente uno de los músicos más influyentes de su tiempo. La persuasión de los números redondos reaviva por estos días el interés por su figura. Satchmo –sobrenombre que venía de Satchelmouth, jetón– nació el 4 de julio de 1901 en Nueva Orleans y murió el 6 de julio de 1971 en Nueva York. Es decir por estos días se conmemoran 120 años de su nacimiento y 50 de muerte.
Armstrong creció en Back Town, en los suburbios de Nueva Orleans, criado por su abuela materna. En el sálvese quien pueda de un orden social racista y un sistema económico excluyente, se las rebuscó como cartonero o cadete de prostíbulos, entrando y saliendo de reformatotrios. En una de esas entradas, por festejar año nuevo disparando con un revolver mal habido, descubrió la trompeta. Tenía 12 años. Formó entonces sus primeras bandas, con las que entretenía a los pasajeros de barcos del Mississippi y distraía a los parroquianos en locales del prostibulario barrio Storyville. Escuchaba a Bunk Johnson, Buddy Petit y Kid Ory; imitaba a Joe “King” Oliver, su gran inspiración.
Cuando en 1919, “King” dejó Nueva Orleans para irse a Chicago, Satchmo ocupó su lugar en la que entonces podía presumirse como la mejor banda de jazz de Luisiana. En los márgenes de una música bailable y de entretenimiento, Armstrong empezaba a construir su lenguaje personal, hecho de blues, marchas, swing y un lirismo en el que era evidente, en épocas en las que divas y divos del belcanto se hacían populares a través del disco, la marca de la ópera. En 1922 el mismo “King” Oliver lo convocó para unirse a su banda en Chicago, cuando la capital de Illinois estaba experimentando un gran auge económico y había arrebatado a Nueva Orleans el título de “ciudad del jazz”.
En Chicago, con Oliver, el trompetista graba sus primeros discos, hasta que la pianista Lil Hardin, su segunda esposa, lo anima a emprender un camino propio. En 1924 Armstrong se traslada a Nueva York para tocar en la orquesta de Fletcher Henderson, con la que actúa en los clubes blancos y de regreso en Chicago al año siguiente forma, con Lil en el piano, los Hot Five, que más tarde serán los Hot Sevens. Los primeros éxitos personales llegaron con temas como con “Potato Head Blues”, “Muggles” y “West End Blues”. Fue entonces que terminó de definir su estilo vocal, incluyendo el Scat singing, imitando su instrumento con la voz.
Separado de Lil comenzó otra etapa. En 1929 regresó a Nueva York y terminó trabajando en Connie's Inn en Harlem, el club más famoso después del Cotton Club. El éxito como cantante con el tema “Stardust” lo ayudó a pasar los años de Gran Depresión en los que llegó por primera vez a Europa y fue fichado por el sello discográfico RCA. En la década de los ‘40, Pops –sobrenombre que adquirió en Nueva York– es una figura afirmada, un músico en gira constante al frente de los All Stars, la banda que modeló a su imagen, con la que llegó por única vez a Buenos Aires en 1957 para actuar en el Teatro Ópera.
Integrado a la iconografía norteamericana, como gran improvisador y como showman fue tapa de la revista Time en febrero de 1949 y en 1954 acusó a Dwight Eisenhower de racista, no sin antes solicitarle la legalización de la marihuana.
A esa altura Stachmo podía compartir escenarios o estudios de grabación con Jimmie Rodgers, Bing Crosby, Duke Ellington, Fletcher Henderson, Bessie Smith y especialmente Ella Fitzgerald, pero nunca logró ser protagonista en Hollywood. A mediados de los ’60 cantando “Hello, Dolly” superó a los Beatles en la cima de las listas Billboard Hot 100. Por esa canción al año siguiente ganó el Grammy y en 1969 la cantó a dúo con Barbra Streisand en 1969 en la película homónima.
Murió de infarto hace 50 años. Tenía 70 y numerosas grabaciones y el mérito indiscutible de haber sido, entre otras cosas, el primer gran solista del jazz.