No te parecías en nada a mi madre, que murió tan joven, pero tengo a las dos en un altarcito de mi infancia cruel. Te me imponías, Raffaella, por imperio de una mímesis secreta e imposible. Fuiste la autocelebración mariquita frente al espejo. Qué no te viese mi padre, eso era solo asunto nuestro. Porque a la hora de siesta yo te ensayaba, gordito, en la clandestinidad del dormitorio, aunque no conseguía hacer los tropos de patas abiertas o izadas, en fuga aeróbica del tronco -mi cuerpo ya era de lípido barroco- o la espalda en L que nunca se sacudía como la tuya. Mis contorsiones no eran para el aplauso.
¿Sabés que gays asumidos, en tiempos en que la censura militar te modificaba las letras (“para enamorarse bien hay que venir al sur” en lugar de “para hacer bien el amor...”) dragueaban los interrogatorios policiales, repondiendo que su nombre era Raffaella Carrà y su domicilio los baños de Retiro? Si tu apellido artístico quiso homenajear a Carlo, el pintor futurista, nosotros le dimos otra vuelta de tuerca en las comisarías: la resistencia homosexuada multiplicaba tu semiótica sonora sobre el orden represivo.
Veía ayer en video tu apoteosis de 1978 en el Luna Park, de donde saliste rodeada de gorras y cachiporras para que no te devorase la multitud anémica de libertad. Contagiabas energía; pero no eras un espejismo invertido para tranquilizar la mala vibra mientras cerca de ahí se torturaba, se mataba en sótanos o echando cuerpos “ni vivos ni muertos” desde aviones nocturnos. En países como el nuestro, donde aquel niño que fui atendió un día, recién despuntando el sol, un llamado que anunció la masacre de los curas palotinos en San Patricio (era la parroquia de mi barrio), justo antes de salir a la escuela, vos traías mensajes de vida vivible desde la otra orilla del mundo. Postulabas una erótica deslenguada y desvestida que, cuando ya no se puede vivir más, se transforma en una ética.
La fantástica fiesta -un principio de esperanza- requería no decir siempre la verdad, es decir promovía engañar al poder y al vecino buchón. Otro tema insinuaba que, si se borra el amante, bien puede la abandonada usar como sucedáneo los dedos hasta enorrojercerlos. Todo eso constituía algo así como un manifiesto moral. Pregonar las ganas de masturbarse cuando todas mentían que nunca le habían dado ganas, operaba como un disparo contra la hipocresía. Eso sí lo comprendieron los censores, y blanquearon la letra ¿te acordás?
Todavía no podía yo descifrar en ese tiempo que el Lucas de tu canción era un pibe de rulos dorados desesperado por salir del armario, y que de tus brazos pasó a los de un hombre. O que la Avenida Santa Fe por donde te guió un tal Pedro, tan formalito, era la misma donde atendían los taxi boys que ni en dictadura dejaron de trabajar -ya Perón decía del trabajo a casa y de casa al trabajo- o las locas de pantalones pata elefante no cejaban en su intento de hurtarle a la ciudad vigilada un quía para pasar mejor la noche.
Ay, qué felicidad tan dolorosa fue buscarte dentro de mi cuerpo, querida boloñesa: fuiste la carne que cubrió entonces mi subjetividad en potencia, te abriste paso entre la maleza de las desgracias, vibrátil como un carnaval, y eso que estábamos en dictadura, aunque a una edad, la mía, en la que el uniforme militar presidiendo los discursos políticos era el estado natural de las cosas.
Me pregunto si los militares entendían de qué estabas hablando cuando narrabas tus aventuras y desventuras urbanas con Lucas o con Pedro. No creo que la intepretación fuera uno de sus fuertes, del mismo modo que jamás Videla habrá sospechado que pisos abajo de su despacho, en la Comisaría de la Casa Rosada, retozaban dos amantes gays, uno en botas, otro en pies desnudos. Imaginate la cara de saurio amargado que puso la pantera rosa si llegó a oler desde su escritorio el aroma de Sodoma filtrándose por las rendijas. Qué numerito musical hubieses montado con esa historia que fue cierta. Me dan ganas, de nuevo, de ponerme frente al espejo y zarandear mis kilos con esa misma furia de libertad de tus bailarines en calzas, imaginando el escenario en las escaleras de la Casa Rosada. A fin de cuentas, el horror más profundo se pliega en la superficie. La dictadura buscó en la sangre una patria de hierro inexpugnable; vos, bajo los focos, el ombligo descubierto y la lycra iridiscente, un mundo libre en perspectiva. Ellos y vos se cruzaron en un tiempo no tan lejano, y en esos dos planos de la cotidianeidad Eros y Tánatos nos disputaron.
Entiéndanme: el hacernos Raffaella, en los gays, era cosa seria. Toda una epifanía en mi caso, mientras me revestía de identidades vagas. Hacernos Raffaella era volvernos múltiples y poderosos, reconocernos en la letra de una canción cuando ninguna canción de amor nos elegía. Fuiste una institución marica, con la responsabilidad de modelar subjetividades y despegar los cuerpos de la fijeza rutinaria. Quizá antes de que vos te dieras cuenta, nos dimos cuenta nosotros, los gays.
Por eso no me limitaré a decir, como Borges, que me duele una mujer en todo el cuerpo. Te diré, más bien, que hay un niño mariquita que me llora en todo el cuerpo, pero que igual se ha puesto a bailar en tu honor.