De los miles de cuentos que existen sobre fútbol, probablemente el inicio más recordado sea aquel que asegura: "En un partido de fútbol caben infinidad de novelescos episodios". La frase –un gol al ángulo, inalcanzable para el arquero– es el comienzo de "Apuntes del fútbol en Flores", una de las Crónicas del ángel gris. Como en todo cuento, Dolina articula ficción y realidad. Y lo lleva hasta un lugar que parece surrealista: "En Caseros hubo una cancha entrañable que tenía un árbol en el medio", reseña.
En Parque Centenario, en cambio, la frase sería al revés: en un partido de fútbol caben infinidad de dolinescos episodios. En medio de esas doce hectáreas donde habitan el enorme lago, ferias de todo tipo, un anfiteatro, esculturas dispersas, un museo, juegos para nenes y un observatorio astronómico… sobrevive el último potrero porteño. Con un árbol en el medio. Un árbol entrañable cerca de uno de los córners. Así se jugó desde siempre. Y se sigue jugando, entre la tierra seca y arcos sin redes.
Para el relato cultural de nuestro fútbol, los potreros forman parte de una nostalgia que avanza hacia el desuso: las últimas generaciones de jugadores aficionados (jugadores de fulbito) se criaron entre canchitas de pasto artificial, incluso en los cientos de torneos amateurs del conurbano. Llegará un momento en el que ya nadie recordará a los potreros y lo que significaron en esa época pleistocena: una especie de institución que educaba a los que querían probar en el fútbol.
Una épica romántica demolida no solo por el cierre de los potreros en sí (motivos desde urbanísticos hasta inmobiliarios), sino por la aparición de intermediarios que linkean a los pibes con los clubes. Puede haber un Maradona jugando en Fiorito. Lo que no habrá es un tipo descubriéndolo. En cada mercado de pases, los clubes contratan –no pocas veces– jugadores que tal vez ni siquiera conocen. Que jamás vieron. Mucho de eso se resuelve con videos y WhatsApp.
Hoy, la frase "este jugador parece de potrero" remite a un orden mitológico: a algo que provee épica pero ya no existe, que hay que imaginar. Los clubes además fueron desarrollando más categorías (en Inferiores e Infantiles); y el futsal también apareció como opción con su torneo de dos divisiones en AFA, mayormente para equipos porteños. En ese contexto, los potreros quizás… ya no hicieron falta.
A pesar de eso, aún sobrevive uno. En pleno corazón de la capital. Y en un micro-barrio (el parque propiamente dicho, más adyacencias) que fue fundacional para ese fútbol que se encaminaba hacia el profesionalismo: durante toda esa década previa, Parque Centenario fue uno de los epicentros de aquella ebullición por jugar al fútbol de manera institucionalizada.
El parque fue fundado en 1910 –por eso su nombre: era el centenario de la Revolución de Mayo–, y diez años después estaba rodeado de clubes que habían armado desde canchas en baldíos hasta lindos estadios. Al otro lado de Díaz Vélez, y separados por la calle Otamendi, estaban Estudiantil Porteño (con su coqueta platea techada tipo británica y sus dos campeonatos de aquella originaria Primera amateur) y Sportivo Almagro (hoy Almagro, a secas, y con su estadio en José Ingenieros, GBA). A tres cuadras del parque, derecho por Warnes, tenía su cancha Liberal Argentino. Y cerca de allí el Club Atlético Alvear, en Hidalgo y Giles (hoy Gandhi), en diagonal a Plaza Nazar.
Pero el salto al profesionalismo, lejos de empujar al barrio, lo licuó: Liberal dejó de competir en 1935 y Estudiantil en 1939, mientras que Alvear se alió a Unión de Caseros, una historia que luego devendría en el actual J. J. de Urquiza de la B Metropolitana. El caso de Almagro es modélico: terminó en el partido de Tres de Febrero, una migración al conurbano que también padecieron otros equipos nombrados por sus barrios porteños de origen: desde Chacarita en San Martín y Colegiales en Munro hasta Lugano en Tapiales y Liniers en San Justo. CABA invade GBA.
Lo que sucedió fue muy sencillo: la expansión del fútbol fue contemporánea a la de ese micro-barrio, que empezó a abrir nuevas calles que fueron mutilando las canchas preexistentes. Padilla cortó al medio la de Liberal, Pasaje del Parque la de Alvear, y la actual Jauretche las de Estudiantil y Almagro, también viviseccionada por la aparición de Portugal.
En ese transcurso desolador para el fulbito en Centenario, el potrero empezó a mover tierra a uno de los costados del Parque. Desde pibes que estaban en las Inferiores de un club hasta otros que no habían prosperado. También gente del barrio sin currículum ni pedigrí. Equipos de veteranos. Y hasta una especie de "selección" del potrero que se armó para jugar en un torneo. Ahí estuvo uno de los mitos máximos de ese campito: el Topo, quien la leyenda señala como el tipo que más goles hizo en esos arcos sobre avenida Patricias Argentinas.
Visto con óptica cenital, el potrero es uno de los pocos lugares del Parque donde no hay verde. Se impone esa tierra áspera. Y mágica. Frente a la imponente fachada del Hospital Naval, con sus ojos de buey y parasoles amarillos como pestañas, el tiempo alumbró en ese potrero un recinto sagrado: el último de su especie en Buenos Aires.
El último potrero de tierra –un problema cuando llueve, el mismo de siempre–, libre y gratuito. Sin árbitro ni horarios. Salvo los del Parque, que desde hace unos años se cierra a la noche. En esa enrejada frenética, el potrero quedó arrinconado entre cuatro altos alambrados. Dicen que lo hicieron para que la pelota no se vaya a cualquier lado. Es cierto. Pero también fue una forma de cercar un lugar que se resistió a desaparecer.
El Parque Centenario tuvo numerosas reformas en sus 111 años. Y varias veces se quiso usar el espacio del potrero para otras finalidades. Achicarlo. Incluso pavimentarlo. La alambrada parece ser una especie de armisticio: un respeto final a ese potrero en tiempos de reurbanizaciones extrañas con Starbucks en plazas, mucho cemento y cámaras por todos lados. Un potrero con botines, zapatillas, camisetas de distintos colores y un árbol que los futbolistas esquivan respetuosamente.