Refulgente, provisto del inexcusable barbijo cubriéndole la boca, Juan Bautista Alberdi parece un bandolero del far-west. Viene muy asombrado y feliz. El bullicio de la gente inquieta y el ruido que provoca el tráfico congestionado lo emocionan. Después de tanto tiempo de lucha, presiente que su máxima más inspirada ha sido tenida en cuenta por quienes lo continuaron. Contento, aprecia los edificios, mercados y comercios que, aún con esta peste tan aborrecida, con mucho esfuerzo están volviendo a ponerse en marcha. Y ello gracias al orgullo de aquellos inmigrantes que lograron convertir el país en el mejor del mundo. Diáfano es el día que el sol está entibiando, o sea que hay que disfrutarlo. En la esquina de un bar, un cartel apunta que allí cantó por primera vez el dúo Gardel-Razzano. Tiene ganas de entrar y tomarse un cafecito rememorando al Zorzal Criollo, pero no, su amigo lo está esperando. Sigue hasta la plaza de Los Dos Congresos y se lleva la sorpresa de que el señero edificio está espléndidamente pintado de blanco. Una maravilla, se dice. Luego ve la restauración de El Molino. ¡Qué hermoso está quedando!, y se golpea el pecho, con júbilo y gozo. Cruza la plaza y le hace la venia a la bandera. Una muchacha lo detiene mostrándole un papel para que firme oponiéndose a la construcción de más edificios para pulgas amontonadas, en favor de más espacios verdes. Él echa una mirada alrededor y piensa que la chica tiene razón. Firma. Pocos metros más allá, por lo mismo, lo detiene otra dama, ya de su edad. Se excusa galante: ya firmé, pero bien me hubiera gustado firmarle a usted, y la mira como la hubiera mirado su amigo. Continúa caminando. Llega a El Tropezón, gloria de la política argentina donde con muchos amigos atemporales disfrutó sabrosos pucheros. Descubre que también han remodelado el restorán; gratísima novedad. Como su amigo aún no ha llegado lo recorre, eficaz de hacerlo. Elige una mesa en la vereda y apenas se acomoda aparece su amigo Domingo Sarmiento, también con barbijo y escafandra de plástico. Desensillan protocolos y se dan un fuerte abrazo apretando cuerpos. Sarmiento le cuenta que su paseo no ha sido grato porque ha visto mucha gente viviendo en las calles. ¡Familias enteras!, se indigna, mientras una anciana que apenas si puede con su alma va dejando estampitas religiosas en las mesas. Alberdi destaca lo bueno que ha venido viendo y que, aún con las restricciones que impone la pandemia, tiene la sensación de que hay una fuerte onda optimista en la gente que, por supuesto, hace lo que puede. Vuelve la anciana, retira la estampita junto al billete que le da Alberdi. Sarmiento habla de crear un nuevo plan estratégico de represas para proteger ríos, mares, pesca, fronteras, y demás necesidades. Se acerca un muchacho, bien vestido, pidiendo limosna; explica su lamentable situación familiar. Sarmiento mete la mano en el bolsillo y el muchacho se va contento. Mientas los próceres intercambian proyectos que apunten al mejoramiento del país, se va sucediendo una larga fila de gente mendigando entre las mesas. Son tantos que, en determinado instante, el polifacético Alberdi le dice a su amigo que ahora te toca dar a vos; entonces Sarmiento vuelve a ponerse. Alberdi reclama: ¡No hay mozos acá, che!... Desde el interior del restorán viene un grandote con la bandeja en alto, cantando: ¡Que haya paz entre los hombres de buena voluntad!... Llega a la mesa y se queda petrificado al ver a Sarmiento y Alberdi. ¡Muchachos, ¿son ustedes, de verdad?... Y los dos miran al mozo, que se quita el barbijo para que lo reconozcan mejor. Se produce un fuerte silencio. Se turban, se aflojan. ¡Qué hacés, Pocho querido!... Se dan besitos con fuertes exclamaciones ante el estupor del resto de los clientes. Juan Perón lagrimea, y se excusa argumentando que los años ya lo están sensibilizando para el carajo; se sienta con ellos y cada uno cuenta las experiencias sufridas en las distintas dimensiones por las que viajan haciendo dedo; gracias a los designios arbitrarios del Sumo Hacedor, que los tiene como bola de billar rebotando a cuatro bandas. Se entrecruzan con ardor por la realidad del país. Putean, proponen, exponen utopías. Sarmiento recibe una llamada en su celular; son San Martín y Belgrano que adhieren al encuentro, mandan saludos. Mordiendo su bronca, Alberdi golpea la mesa: ¡gobernar es poblar mejor, carajo!... Sarmiento agarra el puño de su amigo y suma lo suyo: ¡gobernar es bien educar, mierda!... Sosegado, Perón encima su manaza, y resume: ¡gobernar es crear trabajo!... Desde la vereda de enfrente Alejandro Dumas les silba: ¡mis tres queridos mosqueteros, no aflojen!... Posesionados, los patriotas aferran sus manos unidas en un rezo tembloroso: ¡todos para uno y uno para todos!... Justo pasa el gallego Ortega y Gasset, al verlos reunidos le surge aplaudirlos hasta el llanto: ¡bravo, muchachos, así se hace! ¡Argentinos, a las cosas!... Como respuesta suenan los celulares de los mosqueteros. ¡Se suman adherentes!, ¡de todos colores!... El tibio sol, conquistado por el trascendental momento que está viviendo, se emociona, y empieza a calentar con alegría…
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