Río revuelto
“Londres nunca volverá a ser el mismo”, se lamentaban voces a diestra y siniestra en 1982, cuando se vendieron los últimos bacalaos, lubinas y rodaballos en la locación original del Billingsgate Fish Market, antaño el complejo pescadero más grande del mundo. Oloroso hito con varios siglos de historia, tuvo tanto asidero que la propia palabrita “billingsgate” acabó ingresando al diccionario de habla inglesa: por las rústicas maneras de sus vendedores de delantales sucios empezó a significar “charla grosera y vulgar”. Los vituperadores hombres, por cierto, nunca dejaron de descargar sus toneladas de pescados: fueron mudados a otra locación, en el distrito Canary Wharf, donde han operado desde entonces. Cuando ya se habían aclimatado, empero, llega un nuevo traslado: en 2025 se fusionará este clásico con otros grandes mercados que proveen carne de res, frutas o verduras, en pos de formar un megapunto de venta en otras coordenadas geográficas de la capital de Inglaterra. Algo que no solo penan sus madrugadores parroquianos: también la artista Pat Wingshan Wong, que lleva dos años visitando el Billingsgate Fish Market a las 5 de la matina, de martes a sábado, para capturar qué se teje en el lugar antes de su reubicación planificada. “Quería mostrar el valor emocional del espacio y cómo se ve afectado por el rápido desarrollo urbano”, explica la muchacha nacida en Hong Kong, con actual residencia en Gran Bretaña, que se pasó horas bosquejando a los pescadores, obsequiándoles impresiones de sus ilustraciones a cambio de relatos y mementos (desde gorras para paliar las bajas temperaturas hasta cuchillos para ostras y picahielos). “El mayor logro fue hacerme amiga de ellos, los extraño cuando no voy”, se abre en canal quien inaugurase un archivo online con sus piezas y con objetos permutados, sumando además historias en primera persona de quienes mantienen el noble oficio de generación en generación.
La moneda del pasmo
No ha caído especialmente simpático entre muchísimas personas uno de los flamantes diseños de las monedas de 2 euros que, en breve, pondrá en circulación Andorra. Se trata de una nueva emisión con fines conmemorativos y de colección, con una tirada prevista de decenas de miles de unidades, que llega por partida doble. En una, se hace referencia al centenario de la coronación de Nuestra Señora de Meritxell; en otra –la que ha generado estupor– el grabado va dedicado a las personas mayores. “Cuidem la nostra gent gran”, reza el metálico en catalán, ilustrada la frase por dos manitas entrelazadas a las que sobrevuelan… varios coronavirus. “Queremos poner en valor a los abuelos, dado que la crisis provocada por la pandemia tuvo un impacto enorme en este colectivo, tanto en el aspecto sanitario como de aislamiento social”, manifestó el ministro de Finanzas, Eric Jover, sobre la decisión tomada, inapelable, a pesar del tsunami de críticas que ha suscitado. Dado que la voluntad del Ejecutivo es que estén en curso en diciembre de este 2021, no solo seguirán adelante con los planes: tampoco han justificado qué diantres estaban pensando al incluir al virus como motivo. Motivo que rodará en 70 mil unidades, dicho sea de paso, y que obviamente ha generado flor de revuelo en redes sociales. “¡Estas divisas son tax-free pero covid-full! ¡Qué cosa más horrenda!”, ha escrito un internauta; mientras otro, en clave irónica, se ha despachado con el siguiente mensaje: “Precioso homenaje a los abuelos, enhorabuena al diseñador y a quienes le hayan aprobado el dibujo”. Tampoco han faltado las voces de asombro por la decisión de eternizar tan prontamente al infame bicho invisible que tanto quebradero de cabeza sigue generando: “Hay que tener cojones para acuñar monedas con el coronavirus”. Efectivamente.
Esclavo de las galaxias
Con pitos y flautas hubieran celebrado los acérrimos fans de Star Wars el inminente lanzamiento de un nuevo chiche Lego que, a partir de sus casi 600 piezas, invita a construir la réplica de cierta nave estelar con alas giratorias, cañones láser, tubos de torpedo y suficientes detalles “realistas” para convertirse en la alegría de la galaxia. Y sin embargo, lejos de traer jolgorio, la salida de Slave 1 –programada para los primeros días de agosto– ya tiene a miles y miles de personas echando la bronca, inclusive a uno de los actores que efectivamente interpretó a Boba Fett, el inescrupuloso dueño del mítico vehículo. Sucede que esta nave de ataque y patrulla, que sirvió al cazarrecompensas mandaloriano en todas sus correrías, ha perdido su nombre legendario: Slave 1, es decir Esclavo 1, ya no cuela en los tiempos que corren. Por miedo a que la mentada denominación del navío hiera susceptibilidades y sea tachada de racista, Disney ha abierto el paraguas, pidiendo a la marca de ladrillitos –y a otras empresas de merchadising oficial– que usen el más genérico “Nave espacial de Boba Fett”. Lo que ahora temen fervientes seguidores de la saga es que el asunto también alcance a Book of Boba Fett, la última serie satélite de la franquicia, con fecha estimada de estreno en diciembre, que se centrará en el mercenario que antaño laburase para Jabba The Hut o Darth Vader. Un personaje secundario que, aún cuando aparecía pocos minutos en la trilogía original, despertó tanto interés entre aficionados que pronto George Lucas le dio un legado mitológico en el universo. Y a su vehículo, dicho está, cuyo nombre primero, Slave1, parece estar condenado al olvido. Por supuesto, ya hay un petitorio que busca detener el borrón, avalado por Mark Anthony Austin, uno de los actores que interpretó a Fett en la primera etapa fílmica. “Mi nave será para siempre Slave1. Ni siquiera Disney podrá cambiar eso”, su indignadísimo tuit en la red del pajarito. Dicho lo dicho, el juguete es una pasada, aunque cueste 50 pavos verdes. Al menos, viene con el muñequito.
Disputa por la nada misma
Semanas atrás, tropecientos medios cubrieron la noticia de que un artista italiano llamado Salvatore Garau había vendido una “escultura inmaterial”, hecha literalmente de nada, por 15 mil euros. Aunque se calculaba que conseguiría entre 6 y 9 mil dólares, sorprendió el monto que recaudó en subasta Io sono (“Yo soy”), esta obra invisible que su autor –reputado hombre de 67 años, oriundo del pueblo Santa Giusta, en Cerdeña– define como “la perfecta metáfora de nuestros días” (virtuales), que además tiene “cero impacto ambiental”, y que compara con el vacío. Vacías las manos del comprador, en todo caso, que tras desembolsar una pequeña fortuna, apenas recibió un papelucho que certificaba su adquisición (al menos, el embalaje y el traslado tuvo que ser la mar de sencillo). Y vacíos los bolsillos de cantidad de internautas que, frente a la novedad, compartieron su desazón al son de “La pucha, ¿cómo no se me ocurrió antes?”, publicando en redes imágenes de sus propias esculturas de aire. Pues, cuando el delirio parecía haber encontrado su techo, habemus giro inesperado: un performer estadounidense de Gainesville, Florida, demandará a Garau por haber copiado su trozo de nada… Asegura Tom Miller –tal es el nombre del presuntamente plagiado, que ya ha contratado a un abogado tano para llevar el caso hasta las últimas consecuencias– que él ya había instalado una escultura inmaterial 5 años atrás en una plaza de su ciudad. Aún más: para montar Nothing, su obra, contrató a varias personas que movieron durante una semana bloques… de aire, cual mimos, en pos de construir una réplica en menor escala –e invisible, por supuesto– de la Gran Pirámide de Guiza. Además de contar con testigos, tiene como prueba un falso documental sobre la puesta, con artistas y curadores falsos que opinan y opinan; en fin… “Lo único que puedo decir es que Nothing es una pieza muy importante para mí. Fue aquí en Florida, no en Italia, donde esta idea cobró vida”, las palabras del descorazonado varón, que dice haberse inspirado “en John Cage, el hombre que compuso el silencio”. Irónicamente, Miller persigue visibilidad, reconocimiento, aunque anda flojito de historia, a decir del medio especializado Artnet. Finalmente, como señala esta revista digital, “el arte inmaterial tiene antecedentes en el siglo XX. Yves Klein, por ejemplo, exhibió un espacio de galería vacío en 1958 y visualizó una ‘arquitectura de aire’ un par de años más tarde. Tom Friedman instaló un objeto invisible sobre un pedestal en 1992, y se vendió por una buena suma casi una década después”. Y siguen las firmas… en tinta invisible, en honor a las circunstancias.