Hay un fútbol que te muerde las entrañas. Que te come el hígado. Que no te suelta. Lo notas enseguida. Es todo nervio, arrebato, ahogo, asfixia. Bulle en los gestos, en las formas, en los detalles. No es sólo físico, ni de contacto. Es de alta intensidad. De garra y poesía, de sacrificio y desgaste. De eterno “aliento en la nuca” pero con la pelota en los pies. Te persigue. Te arrincona. Te avasalla. Te somete al destierro y en una frontera invisible te condena al desasosiego. Es el fútbol de España, y lo hace todo con el balón. Una sencilla interpretación del fútbol ofensivo, sin veladuras de fantasías, sin complejos. Es la exquisitez sostenida en el arte de la seducción, de lo sublime, de la belleza eterna, simple, concreta. Juntarse, mezclarse, reconocerse, y con la pelota en la “buchaca” esconderla como un tesoro bizantino cubierto de mejillones. Presiona en lo alto, recupera, y vuelve a empezar. Una y otra vez, como una “gota malaya”. Sostenida en viejos dogmas olvidados: el simple “toco y me voy”, el “vení, salí a buscarme” para que se abran los espacios, se fabriquen los vacíos, para que se aireen los rincones de creatividad. Viejos trucos de nuestro fútbol, que hoy cotizan en alto en la Bolsa de la nueva modernidad de este deporte. ¿Cuándo nos robaron la piedra Rosetta?
Italia y España ofrecieron un primer tiempo con el miedo en el cuerpo. Los dos resultaron ser espejos deformes de un fútbol cautivo. Un respeto desmesurado que se transformó en un miedo visceral con dos equipos más preocupados en las debilidades ajenas que en las convicciones propias. Un juego intrascendente, vacío, sin profundidad. La segunda parte fue otra cosa. Chispazos, luces, sabores, sonidos, imaginaciones desbordadas, y una poesía futbolística que nos elevó sobre lo austero, sobre la mezquindad. De inmediato se perdieron las “formas” y amaneció la contundencia de la historia. En un contragolpe de libro, como no, a la italiana, Federico Chiesa, metió a Italia en el partido con un golazo; un premio excesivo. A partir de ese momento la “gota malaya” española, esa obsesión enfermiza por el balón, volvió a ponerse en funcionamiento.
Hay jugadores que rompen el principio de Arquímedes, puesto que desalojan muchos más de lo que pesan, del mismo modo, los hay que arrojan una sombra desmesurada, que no se corresponde con la dimensión real de su persona. Es el caso de Dani Olmo, tal vez la mejor figura del partido, un “novato” con un futuro excepcional, que en esta semifinal terminó de confirmar su talento. Italia terminó con el rostro girado hacia la súplica. Cuesta encontrar una figura relevante en el conjunto italiano. Tal vez la personalidad Chiellini, y algunos destellos de Insigne. Nada más. El empate de Morata en el minuto ochenta igualó un partido que se fue a la prórroga con el mismo perfil: una Italia esperando, y el equipo español con el dominio del partido.
Los penales se quedan para la anécdota. Fallaron Locatelli para los “azurri”, y Olmo y Morata para la “roja”. España se va de la Eurocopa iluminado por un fútbol edificado en la belleza. Sorprende observar lo mirado, detener la imagen de lo acontecido, y profundizar en ella. Hacerse con el balón, encontrar los espacios, acorralar al contrario, crear las mejores ocasiones, y llevarte un resultado adverso. No sienta bien. Hace tres décadas, Johan Cruyff, se lo explicó a la furia española. Ya no embisten. Solo juegan.
Por su parte Italia se sube a la esperanza para seguir soñando. Desde sus enormes limitaciones, sus fobias y sus dudas. Sabe que el fútbol que no se pude vivir se puede soñar. Soñar es otra manera de vivir, más libre, más bella, más auténtica. No va a dormir esta noche. Ya sueña con Inglaterra o con Dinamarca, y sueña con que le acompañe otra vez la suerte.
(*) Ex jugador de Vélez, y campeón Mundial Tokio 1979.