Mientras sudaba la gota gorda haciendo malabares con sus pesados bártulos en un aeropuerto de Estados Unidos, fue a principios de la década del 70 cuando a un agotado Bernard Sadow se le prendió la lamparita: de regreso de unas vacaciones por el Caribe, notó este ejecutivo de una empresa de maletas y abrigos cuán fácil la tenía un operario que trasladaba maquinaria sobre un palé con rodado. Señalándolo, dijo a su esposa: “Esto es lo que necesitamos”, y nomás arribar a su hogar, se puso manos a la obra. Trasteó en su armario, dio con un par de rueditas, las fijó a su equipaje, sumó una correa de cuero que oficiase de tirador, et voilá valija con rueditas, con la que correteó alegremente por su casa, feliz a lo pavote, antes de patentarla bajo el número 3.653.474.
La anécdota le viene de pelos a Katrine Marçal, reconocida ensayista y periodista sueca, como puntapié de su más reciente libro, Mother of Invention, donde analiza cómo el sexismo ha truncado -o demorado- invenciones en un mundo pensado por y para varones (desde el coche eléctrico del siglo XIX hasta trajes de astronautas). En su obra, KM vuelve sobre la ilustrativa maleta, preguntándose: si habían pasado alrededor de 5 mil años desde que se inventara la rueda, ¿por qué se tardó tanto en ponerlas en valijas en pos de facilitar la existencia viajera? “Incluso la NASA había llevado al hombre a la luna usando tecnología de punta para sus cohetes”, dice, y sin embargo, sobre la superficie terrestre, las personas seguían condenadas a arriesgar un tirón en la musculatura por cargar bultos a la vieja usanza, sin ayudita.
Esta duda, expresa la escritora, es una suerte de misterio canónico sobre cómo opera la invención, a la que personalidades de alto calibre como Robert Shiller, premio Nobel de Economía, se han ocupado de analizar. “Él lo ve como un ejemplo arquetípico de cómo un descubrimiento puede tomar un largo rato. Aún siendo ‘cegadoramente obvio’, a veces nos mira a la cara expectante durante una eternidad”, resume Marçal, pronta a remarcar cómo otras reputadas voces usan el caso “cual parábola de cómo solemos ignorar las soluciones más sencillas. Lo que es evidente en retrospectiva, puede que no lo haya sido con anterioridad”. Hay un “pero”, empero, que Katrine Marçal destaca: “un factor que mucha gente suele pasar por alto”, y que explica por qué ella subtituló a su última obra, Mother of Invention, del modo en que lo hizo: How Good Ideas Get Ignored in an Economy Built for Men. A su aguda consideración, el motivo detrás de la tardanza del mentado Eureka sería lisa y llanamente el machismo.
Puede que el señor Sadow se haya llevado los laureles -y el lucro- por su patente, pero la realidad es que viajantes -en especial, mujeres- llevaban años haciendo rodar sus petates a través de artilugios caseros. “Al menos, desde mediados del siglo XX, cuando empezó a decaer la presencia de maleteros en estaciones de tren europeas, y la gente debía apañarse por cuenta propia”, clarifica esta periodista sueca, que indagando se detuvo en seco al encontrar “una foto de archivo de un diario, de principios de los años 50s, donde se veía claramente a una muchacha tirando de una valija rodante en un andén, dos décadas antes de la creación ‘oficial’ del invento”. Dio además con avisos en rotativos brits anteriores, de los años 40, que publicitaban The Portable Porter, un dispositivo que volvía móviles a las maletas, “pero que nunca se puso realmente de moda”. Y con una carta de una lectora, de los 60s, indignada porque el encolerizado chofer de un bondi de larga distancia le había cobrado un pasaje extra por tener ruedas en su maleta (“Si hubiese subido en patines, ¿también me hubiese costado doble viajar?”).
Eran, en resumidas cuentas, excepciones. ¿Por qué, entonces, tanta renuencia, tanta cabezonería frente a un adminículo la mar de práctico, que otorgaba confort e independencia? El propio Sadow daba pistas al relatar cuán complicado resultó comercializar inicialmente su idea: “La mostré en muchas tiendas, grandes almacenes, departamento de ventas de Nueva York, y todos me decían que estaba loco, que ningún varón iba a querer tirar de una maleta con ruedas”. La traba, reconocía, había sido el machismo imperante de los años 70. Finalmente Macy’s le compró algunos ejemplares que, lentamente, fueron derritiendo voluntades, promocionándose -eso sí- como producto femenino. Pero llevó un ratazo, aclara Marçal, que se popularizara su uso; por lo menos 15 años más fueron necesarios para que machotes “hercúleos” dejaran de resistirse a una “novedad” que, en verdad, no era tal.
La conclusión, según la autora del bestseller ¿Quién le hacía la cena a Adam Smith?, su libro anterior, salta a la vista: “La obstinación contra la maleta con rueditas tuvo mucho que ver con suposiciones sobre el género. La primera, que ningún varón la usaría porque lo hacía lucir ‘poco masculino’. La segunda, vinculada a la movilidad femenina: la industria dio por sentado que las mujeres no viajaban solas, lo hacían en compañía de tipos -maridos- que podían cargar con su equipaje. Por tanto, nadie le vio al artefacto ningún potencial”.
“¿Les extraña realmente?”, escribe KM, que cita otros inventos que, por ser tildados de “poco masculinos”, tardaron en recibir el visto bueno de la industria. Y sigue: “Los preconceptos alrededor del género limitan también lo que consideramos tecnología. Hablamos de ‘la edad del hierro’ y ‘la edad del bronce’. Podríamos hablar de ‘la era de la cerámica’ y ‘la era del lino’, tecnologías igualmente importantes, pero por estar asociadas con las mujeres no han sido consideradas de igual manera”.