Toda inmunizada volví a casa con la certeza de que de un momento a otro aparecerían los efectos de la reciente vacunación. Es verdad, la vacuna pega. Mientras los anticuerpos se gestan avanzando sobre el conducto venoso, levantando muros de inmunidad frente al virus de la corona, la fiebre sube, los huesos se ahuecan, la cabeza repone -con una memoria emotiva muy perspicaz para revisar el pasado- las peores resacas de la vida. Todo es agonía y resulta conveniente hacerse de un plan para sortear las primeras 24 horas desde la pichicata hasta que amanece la inmunidad de bronce. Para el oro, faltan los meses que nos separan de las segundas dosis y de la inoculación de las mutaciones.

Para sobrellevar el trauma post vacunación me puse a ver el primer partido de Serena Williams en Wimbledon. Mirar partidos de tenis siempre fue una afición salvadora para mí y más aún, en esta estación del año, en donde este deporte cajetilla pone el foco en un torneo en donde la combinación de piso verde y ropa blanca generan una conjunción mágica. La elegancia inglesa y la magia de que una pelota pique tanto en el césped me llevaron de la convalecencia a un estado un poco hipnótico. Sumado a eso, una tenista de casi 40 años que no quiere saber nada de retirarse y está entre las mejores 8 del mundo hecha una diosa.

Me metí en la cama, ella estaba a punto de salir a la cancha principal del All England Lawn Tennis and Croquet Club. Pisó el pasto vistiendo un barbijo blanco con una “S” dibujada justo al comienzo de la comisura de los labios. Un bolso lleno de raquetas, uno de los brazos cubierto por una manga blanca, el otro, el que pega, desnudo. Mi brazo, en cambio, latía como si todos los anticuerpos estuviesen atascados en el mismo lugar. Dos aros de corazones le brillaban en las orejas, la vincha sostenía la mata de pelo ondulado, bien estirado y sujetado fuerte en la zona de la coronilla. Una depredadora que caminaba todavía con precaución en el césped húmedo londinense. La presa era una joven bielorrusa: Aliaksandra Sasnovich, de 22 años. Serena, quiere seguir imantada a las canchas, como una cría en el lecho de su mamífera. Serena quiere ser sirena, para mostrarse frente a todas esas jovenzuelas como la histórica fiera, que con músculos desgastados y el juego corroído todavía es capaz de nadar en el césped.

Yo había pasado los 38 grados cuando el juego comenzó. Los partidos de tenis pueden durar mucho tiempo, los de Wimbledon tienen algunas dificultades extras: en ese territorio -al que llaman la Catedral del tenis- hay que correr con pasos muy cortos, calentar muy bien las articulaciones, al resbalar, dejar caer el cuerpo sin oponer resistencia. Puse paños fríos en la nuca, dormí un poco. Desperté y no habían pasado ni veinte minutos del comienzo del partido. Serena ya estaba toda transpirada, se resguardaba en la silla de descanso y pedía asistencia médica. Mis paños estaban secos y calientes, ella se puso el barbijo y apoyó la raqueta en el pasto como si fuera un bastón. La bielorrusa se escabullía por ahí. Serena con veinte minutos de juego estaba herida. Le había pasado algo en el tobillo. Yo deliraba con que había que salvarla, pero no podía levantarme para socorrerla. La vendaron por todos lados, tobillos, muslos, muñecas. El animal estaba herido. Se fue por un rato. Me dormí de nuevo, la resaca de atrazeneca me pinchaba los ojos. Volvió, con más vendas, ya no transpiraba, tenía marcas de haber llorado. “No llores, sirena. Ya te curaron. Volvé al césped, hay profundidad para que nades un rato más. Te toca sacar. Sacar es tirar la pelota hacia arriba y que tu brazo cyborg la devore. Da latigazos. Dame latigazos. ¡No te rindas! Lo hiciste bien! Pero todavía queda mucho, te veo agonizar ¿Es el tobillo, es la piel, es Londres?”

El partido se puso 3 a 3. Cuando la pelota estaba del otro lado de la cancha, Serena cayó al suelo con un grito desolador. Nadie pudo ver su gesto, quedó su papada bien pegada al pecho. Como rezando. Me llegó su olor a miedo de no poder levantarse. Salí de la cama, muy cerca de la pantalla vi cómo la llevaban herida, sus lágrimas humedecían aún más el pasto de la catedral. Mis sábanas estaban mojadas. La sirena se paró en el medio de la cancha y lloró. Ya no podía seguir el torneo. Yo, me arrastré ahí bien cerquita de la red y la abracé.