No debe haber otro cineasta asiático cuyas películas hayan tenido estreno con tanta regularidad en nuestro país como el japonés Hirokazu Kore-eda, ganador de la Palma de Oro de Festival de Cannes 2018 por Somos una familia. Y sin embargo, como suele suceder con la mayoría de los cineastas off-Hollywood, cuando llega un nuevo título –en este caso La verdad, su primera película fuera de su país, protagonizada por Catherine Deneuve y Juliette Binoche (ver crítica aparte)- siempre hay que volver a presentarlos, como si fuera un desconocido. Y eso que Kore-eda tuvo un contacto temprano con el público local, allá por 1999, en el primer Bafici, cuando su segundo largometraje, After Life: la vida después de la muerte, ganó la Competencia Internacional.
Por entonces, Kore-eda tenía 37 años, unos cuántos documentales previos y una opera prima de ficción, Maborosi, que había llamado la atención en la Mostra de Venecia 1995. Y ya en Maborosi latía el núcleo de la obra posterior del director, que de una u otra manera siempre ha trabajado alrededor de los melodramas familiares, un género de amplia gama y tradición en el cine japonés, desde las cumbres del maestro Yasujiro Ozu a la popularísima saga de Tora San del prolífico director Yoji Yamada.
Nacido en Tokio el 6 de junio de 1962, Kore-eda alguna vez contó que tuvo una madre cinéfila, que durante su infancia le enseñó a rendirle culto a Ingrid Bergman, Joan Fontaine y Vivien Leigh en la TV en blanco y negro del living familiar. Su padre fue soldado del ejército japonés en Manchuria a la edad de 20 años, hecho prisionero por los rusos al final de la Segunda Guerra Mundial y enviado a un campo de trabajos forzados de Siberia. Regresó a principios de 1950, pero -según el director le confesó al periódico británico The Guardian- nunca se adaptó bien a la competitiva sociedad japonesa de postguerra: tomaba demasiado y le costaba tener un trabajo fijo. Por eso quizás cuando a Kore-eda lo comparan con Ozu él agradece el elogio, pero dice sentirse más cercano al cine de Mikio Naruse, pensando seguramente en melodramas sociales como Nubes flotantes (1955), donde quedaba claro que las heridas de postguerra estaban lejos de cicatrizarse.
¿Directores occidentales que lo hayan influenciado? Europeos mayormente durante sus estudios en la Universidad de Wasabe: “Truffaut, Fellini y Rossellini”, recita como un mantra. “Y Ken Loach y Hou-Hsiao Hsien siempre me inspiraron cuando me convertí en cineasta”. Con esos directores empieza a codearse a partir del 2001, cuando participa por primera vez –ahora ya es un abonée- de la competencia oficial del Festival de Cannes, con Distancia, una película marcada por la idea del duelo y, en ese sentido, en parte tributaria de las ya mencionadas Maborosi y After Life. Sin embargo, su consagración en la Croisette llegaría en 2004 con Nadie sabe, uno de los puntos más altos de su filmografía, protagonizada de manera excluyente por niños.
Su experiencia en el campo del documental, puede explicar en parte la inmediatez de registro y la naturalidad que Kore-eda supo extraer de sus actores no profesionales, un grupo de cuatro chicos entre 5 y 12 años. La historia de Nadie sabe provenía de un hecho real, que el director conoció a través de los diarios (“Los chicos abandonados de Nishi-Sugamo” los llamaban en los titulares) y que le atrajo particularmente, hasta que decidió recrearlo en una ficción: unos niños que vivieron absolutamente solos en un departamento de Tokio por más de seis meses, sin que ningún adulto reparara en su presencia. O en su ausencia. Lo que plantea el film de Kore-eda va más allá de la típica historia de la niñez abandonada. Hay algo en Nadie sabe que trasciende la mera denuncia social para poner el acento en cambio en una suerte de pequeña utopía infantil, que el film transmite de una manera muy calma y, al mismo tiempo, muy poderosa.
En Un día en familia –la película ganadora de la Competencia Internacional del Festival de Mar del Plata 2008- reaparece una vez más el tema del duelo y la disgregación familiar, pero siempre con un tono seco que evita tanto los desbordes melodramáticos como trágicos, por más que en el corazón del film late la tragedia de un hijo muerto prematuramente. “Me encanta hacer películas sobre estos temas”, reconocía en esa entrevista con The Guardian. “En una película sobre una familia siempre es importante el vacío que dejan otros miembros de la familia, porque siempre habrá alguien allí que intentará reconstruir los lazos familiares. Amo este tipo de historias, me afectan mucho personalmente”.
En Mar del Plata también estuvo su película siguiente, Air Doll (2009), pero su carácter decididamente bizarro desalentó el estreno comercial en el país. La protagonista era una muñeca inflable similar a la que recibía de Oriente Michel Piccoli en Tamaño natural (1974), de Luis García Berlanga. La diferencia esencial con ese antecedente -o el de No es bueno que el hombre esté solo (1973), con José Luis López Vázquez- es que aquí el personaje central no es el hombre sino la muñeca, que poco a poco va cobrando vida, como si se tratara de la materialización de un espíritu, en la tradición sintoísta japonesa.
Luego de ese film fuera de programa en la obra de Kore-eda, el director volvió a sus núcleos familiares con De tal padre, tal hijo –ganador del Premio Especial del Jurado en el Festival de Cannes 2013–, la historia de un arquitecto obsesionado por el éxito profesional y felizmente casado, pero cuyo mundo se derrumba cuando los responsables del hospital donde nació su hijo le comunican que, debido a una confusión, el niño fue cambiado por otro. “El film es en el fondo una reflexión sobre las penas, dificultades y felicidades de la paternidad, entendida ésta como sacrificio máximo en el altar del egoísmo”, escribió Diego Brodersen en Página/12 en ocasión del estreno local.
La obsesión de Kore-eda con las familias continuó con Nuestra hermana menor (2015) y Después de la tormenta (2016), películas plenas de observaciones y detalles –toda una característica del director-, pero alcanzó su culminación con Somos una familia (2018), ganadora del premio principal en Cannes. Fiel a su obra, Kore-eda propone aquí una nueva historia dedicada a una familia fuera de norma, pero no por ello menos afectuosa. Los personajes de Un asunto de familia –el título bajo el cual se la puede encontrar milagrosamente en Netflix- viven juntos, se quieren y se cuidan, pero sus vínculos no son necesariamente de sangre. Hay una abuela, unos padres, una hija adolescente y unos hijos pequeños, pero no todos están relacionados entre sí, salvo por el afecto que los une y los solidariza ante un mundo hostil.
El grupo familiar de esta película pertenece a la clase trabajadora, esa que tan bien supo reflejar el cine clásico japonés, pero que después casi desapareció de sus pantallas. La abuela tiene una magra pensión, el padre trabaja ocasionalmente en la construcción, la madre es cajera del supermercado y los chicos... roban. ¿Qué roban? Básicamente comida y productos de limpieza en los supermercados, bajo el entrenamiento y la tutela de los padres, que necesitan de esas pequeñas confiscaciones para poder llevar adelante su vida cotidiana. El ingreso a la familia de una nena de seis años abandonada por sus padres biológicos servirá, en principio, para que el grupo tenga una nueva cómplice en este peculiar modus vivendi. Pero también les traerá complicaciones con una sociedad que en eso no parece muy distinta a la argentina: la razón siempre la tendrá la clase media acomodada y son los pobres quienes terminan estigmatizados por los medios masivos de comunicación.
En cuanto a La verdad, su primera película rodada fuera de Japón, con un elenco estelar –Catherine Deneuve, Juliette Binoche, Ethan Hawke- surgió de una iniciativa de Binoche, pero se basa en un viejo proyecto de Kore-eda que no había encontrado su cauce. “En el corazón del guion está una obra que empecé en el 2003 acerca de una noche en el camarín de una actriz teatral que está llegando al final de su carrera”, explicó en ocasión del estreno en la Mostra de Venecia 2019. “Finalmente, transformé esta obra en un guion que cuenta la historia de una actriz de cine y su hija, que renunció a sus sueños de convertirse en actriz. Durante esta reescritura, les pregunté a Deneuve y Binoche varias veces sobre lo que realmente es actuar y fueron sus palabras las que nutrieron el guion y le dieron vida”.
Según el director japonés, “quería que la historia transcurriera en otoño porque quería superponer lo que la heroína atraviesa al final de su vida a los paisajes de París al final del verano. Espero que el público vea cómo los verdes del jardín cambian sutilmente a medida que se acerca el invierno, acompañando la relación entre madre e hija y coloreando este momento de sus vidas”. La familia, la naturaleza, el cambio de las estaciones… No podría haber temas más japoneses, aunque la película transcurra en París y cuente con dos de las actrices más representativas del cine francés.