La prohibición de la producción industrial de salmones en Tierra del Fuego reabrió la polémica entre ambientalistas y desarrollistas. Desde el ecologismo, la medida fue festejada como una legislación de punta a nivel global. 

Los argumentos a favor de la prohibición se basan en los antecedentes del impacto ambiental de la cría en escala de salmones en Chile, como la elevada mortalidad de los salmones, el uso intensivo de antibióticos, la acumulación de excrementos que fomentan la proliferación de algas tóxicas y frecuentes escapes de cardúmenes que son extraños a la región y que terminan afectando el ambiente marino de las cercanías. 

El deterioro del ambiente por parte la gran industria salmonera pone en peligro otras actividades como la marisquería y la pesca de otras especies y también al turismo. La posibilidad de que esas actividades que dan empleo a un gran número de trabajadores sean afectadas por una industria controlada por empresas extranjeras que genera empleo de baja calidad (fileteadores principalmente), puso en alerta a la sociedad fueguina y derivó en la prohibición de la actividad.

En cambio, los desarrollistas rechazan la prohibición en nombre de los elevados subsidios que recibe la isla de parte del Estado Nacional y ante la necesidad de conseguir dólares mediante la exportación para superar la restricción externa al crecimiento. 

Dicen que el prohibicionismo que fomenta el ambientalismo inhibe el desarrollo de actividades indispensables para la expansión de la economía, la generación de empleo y la reducción de la pobreza. Por eso, abogan por el desarrollo de esas actividades con regulaciones y mecanismos de control que minimicen el daño ambiental. 

La propuesta desarrollista parece razonable si no fuera porque “olvida” la existencia del poder económico de las corporaciones empresarias y su capacidad de influir en los mecanismos de control ambiental.

La experiencia de las empresas de servicios públicos privatizadas en la década del noventa del siglo pasado es un buen ejemplo al respecto. Uno de los argumentos en contra de la privatización advertía sobre posibles abusos de las empresas frente a los usuarios en un contexto de monopolios naturales.

Desde el sector privatista se contestó que se crearían entes regulatorios donde los consumidores podían llevar sus demandas. Finalmente, se privatizaron las empresas y se crearon entes regulatorios, que desde su inicio fueron cooptados por el lobby empresario. Falta de inversión, servicios deficientes y tarifas abusivas fueron la regla de conducta de dichas empresas bajo la mirada distraída de quienes supuestamente debían controlarlas.

El prohibicionismo no debe ser considerado una posición irracional de un grupo ambiental extremista. Por el contrario, debe ser comprendido como la consecuencia de la falta de credibilidad social en la capacidad de control público sobre el poder corporativo. Quienes realicen propuestas sinceras para avanzar en una agenda del desarrollo con una mirada ambiental no deben pasar por alto esta realidad.

@AndresAsiain