No me he cruzado con Horacio en Brasil. Cuando él estaba tomando clases y haciendo su doctorado en la Universidad de São Paulo, yo no había regresado todavía al país.
Cuando llegué, Horacio ya había vuelto a la Argentina. El definió así su estadía en Brasil: “Vine a Brasil traído por los vientos de la política, en 1977, y me fui quedando, volviendo y quedando. Publiqué algunas cositas y fue pasando el tiempo. Casi no me compré peleas. Me hubiera gustado haber generado alguna. No sé cual”.
De las primeras lecturas que mi hermano Eder me indicó, había un librito de Horacio. La editorial más importante de aquel momento, Brasiliense, había iniciado una colección con el sugestivo título de "Encanto radical". Cada uno escogía el suyo.
Horacio escogió a Marx como su encanto radical. E hizo un lindo librito (que no sé si fue publicado en Argentina), al que dio el título de El agarrador de señales (O apanhador de sinais).
Para darles una idea de la lectura que Horacio hizo de Marx y su búsqueda de señales, les reproduzco un trecho:
“El ‘segredo’ de la Comuna, concluyó Marx, fue el de ser un gobierno de los obreros. Desvelar el secreto de las mercancías lo llevó a descubrir el tiempo social del trabajo como generador del valor. Desvelar el de la Comuna lo llevó a descubrir el gobierno proletario. Se puede comprender fácilmente por qué para este desvelador de los hechizos ideológicos de la realidad era tan grave, tan peligrosa, tan insoportable, que el movimiento de obreros, destinado naturalmente a crear la sociedad de los productores libres, cayera también en las trampas de la ideología y de la utopía. Pero también se comprende por qué Marx siempre aparece vinculado, seducido por un lenguaje teatral y colorido.
Era el Marx que probaba exorcizar fantasmas, desvendarles los “secretos”, expulsar de la vida social un pasado convertido en símbolo vacío a enfrentarse con los seres vivos. Tal como el capital se enfrenta al trabajo”.
Ese era el Marx, encanto radical de Horacio. Le resultaría muy gracioso que todos los justos homenajes que se le prestan cuando se va, hacen de él el encanto radical de tanta gente.
Cuando me encontré personalmente con Horacio, en Buenos Aires, él director de la Biblioteca Nacional, yo, secretario ejecutivo de Clacso, fue el primer tema del que le hablé: ese, su librito, al cual él no le daba importancia. Tuve yo que exaltarlo, dándome cuenta de uno de los rasgos de Horacio: no darse cuenta de su importancia como autor y como docente, formador de generaciones.
Fue en aquellos años que convivimos intensamente. Yo lo iba a visitar a la Biblioteca, salíamos a algún café cercano. O él iba a visitarme en Clacso, donde admiro la casona que compré en mi mandato, para que Clacso tuviera, por primera vez en su historia, su sede propia. Igual salíamos a conversar a algún café cercano.
Siempre que pensara yo algún tema sobre Argentina, imaginaba conversar con él. Yo ya tenía programado el tema de nuestro próximo encuentro: los tres deliciosos volúmenes de Ricardo Piglia, Los diarios de Emilio Renzi. Teníamos edades cercanas, habíamos vivido los períodos de la obra de manera más o menos intensa, hubiera sido lindísimo intercambiar con Horacio las formas como hemos leído y vivido la lectura de la obra.
Ya no habrá esa conversación y tantas otras que hubiéramos tenido. Salvo en los dulces sueños que tenemos con los amigos que se han ido. Como con Horacio.
¡Saudades de você, Horacio, querido amigo y compañero!