“Una sola cosa puedo decirte: este no fue un trabajo divertido”, asegura, con buen humor, el pianista Irmin Schmidt, al teléfono desde su casa campestre en el sur de Francia. Con sus 84 años, Schmidt es el último miembro vivo de la formación original de Can, la banda de rock experimental de fines de los años 60 que quizás sea la contribución más importante de Alemania a la historia del rock.

Con el trabajo poco divertido, aunque sin duda gratificante, Schmidt se refiere al flamante Live in Stuttgart 1975, el primer disco de una serie que recupera algunos de los shows en vivo de la banda y que acaba de salir al mercado por estos días. Se trata de la última e improbable gran aventura de Can. Gracias a las cintas grabadas por algunos de sus fans –ahora también octogenarios– por fin existe un registro certero de cómo era escucharlos en vivo en los años 70: con su espontaneidad, su nervio, su groove hipnótico y toda la extravagancia que los convirtió en la banda fundacional de esa rara vanguardia europea bautizada más tarde como Krautrock. El problema es que fue el mismo Irmin, único sobreviviente, quien tuvo que bucear entre decenas de cintas, grabadas por decenas de fans, con decenas de canciones de hasta 35 minutos, para encontrar materiales potables. Por un lado, era importante para él satisfacer su exigente gusto personal, y por otro, necesitaba encontrar cintas que pudiesen, efectivamente, ser remasterizadas con las tecnologías disponibles en este nuevo siglo.

Schmidt tocando con Can en los años 70

Irmin Schmidt es un octogenario tan vivaz que, previo a este nuevo lanzamiento de Can, hace apenas unos meses, él acababa de liberar su último disco solista: Nocturne, una grabación en vivo de un concierto de piano que ofreció antes de la pandemia en el Festival de Música Contemporánea de Inglaterra. Por estos días, la cuarentena lo encuentra dando paseos por el campo francés con su esposa Hildergard, escuchando música que lo haga feliz porque, dice, “sería absurdo escuchar y producir música apocalíptica en un momento apocalíptico del mundo”, y componiendo una sinfonía –que quizás se convierta en un concierto de violín– de la manera más clásica: con su piano, un lápiz y una partitura. “Lo que pasa es que si no fuera por el Covid-19, en este momento yo estaría girando por toda Europa. Estaba invitado a Noruega, Francia, Inglaterra y Alemania. Fue todo cancelado, pero extraño el escenario. Quizás el próximo lugar pueda ser Argentina, ¿o no? Yo soy muy fan de Piazzola”, dice Irmin, encantador.

Como es evidente, Irmin Schmidt asegura que prefiere trabajar en cosas nuevas. Siempre fue un músico de avanzada y nunca le interesó demasiado abrazar el pasado y la nostalgia. Por eso, al principio del proyecto, se sintió un poco reticente a este arduo trabajo de reencuentro con su vieja banda, pero lo convenció un asunto en particular: si esta empresa era exitosa, por fin, y en nombre de sus compañeros, podría eliminar de una vez la llamada “Maldición de Can”, la misma que la banda cargó durante sus diez años de vida y que, según ellos, les impidió guardar un registro de sus presentaciones en vivo como siempre habían deseado. “La nombramos así porque parecía realmente que alguien nos hubiese embrujado. Me acuerdo de una vez que intentamos grabar en vivo con un estudio móvil enorme y con las mejores máquinas. Grabamos el concierto, pero después lo escuchamos y la guitarra simplemente no estaba ahí. Así, hubo varios intentos. Las grabaciones en vivo en los 70 eran algo muy caro. Así que, bueno, nosotros nunca tuvimos éxito con eso, pero los fans sí”, se alegra Irmin.

Portada del nuevo disco en vivo

Efectivamente, hubo varios intentos en la historia de Can por cristalizar las presentaciones de la banda, lo que tampoco era cosa fácil, porque sus conciertos podían durar más de tres horas, las canciones empezaban pareciéndose a las de los discos pero se convertían rápidamente en una ola densa de cualquier otra cosa, y había tanta improvisación en el escenario, como descontrol en el público: una especie de trance comunitario entre la banda y sus fanáticos, que ellos atribuían –en broma o en serio, quién sabe, ¡Benditos 70!– a la telepatía y la magia. Sin embargo, fuerzas oscuras siempre parecían entrar en la maquinaria y estropearlo todo cuando intentaban capturar esa magia. Uno de los momentos más trágicos de la banda fue en el legendario concierto del Sporthalle de Colonia, cuando intentaron grabar una de las presentaciones más multitudinarias de su carrera, pero todo el material se perdió por defectos técnicos en circunstancias demasiado misteriosas. Otra fue cuando planearon un álbum en directo en Edimburgo, pero tal como lo relata Schmidt, cuando fueron a escuchar la cinta, el guitarrista Michael Karoli simplemente se había esfumado de la multipista.

Como la banda tenía una ética devocional a la improvisación, la comunión telepática y la unicidad del momento, siempre se opusieron a sobregrabar pistas y hacerlas pasar por un álbum en vivo, y entonces, nunca tuvieron un concierto grabado con aprobación suya. Pero ahora, no necesitaron falsear, ni agregar nada, ni traicionar al público ni a la mística. Tan solo les bastó la confianza en sus viejos fanáticos y una pequeña gran limpieza. Irmin se puso manos a la obra y llegó a escuchar 50 horas de cintas de fans que luego fueron remasterizadas para formar este nuevo set de conciertos titulado The Can Live Series. “Realmente no editamos nada porque yo no quería sacar o modificar nada de la pieza. Si tocamos así, tocamos así. Y ya está. Hay partes mejores que otras, pero yo quería que si lo lanzábamos fuese como lo hicimos en los 70”, dice Irmin. Eso sí, también confiesa: “Yo no tengo ningún recuerdo en absoluto de este concierto ni de ningún otro, ni siquiera me acuerdo del lugar. Aunque eso es lo normal para mí, porque en un buen concierto, lo que yo pienso es que vos liberás algo al mundo. Si tenés éxito, eso pertenece ya alguien más, ya se ha ido de vos”.

CREAR TODO DESDE CERO

El rock alemán –o el Krautrock, como lo bautizó la prensa anglo– fue un big bang musical emparentado con el cine de vanguardia, la música clásica y la psicodelia, y ha tenido esa rara cualidad de atravesar, desde fines de los 60 y contando, varios tipos de música, generaciones y hasta latitudes bastante disímiles. Desde el ambient europeo de los años 70, hasta el indie argentino de principio de este siglo, con bandas como Go-Neko, Atrás Hay Truenos, El Mató a un Policía Motorizado o el estudio Moloko Vellocet, para quienes bandas como Neu!, su estética y su batería minimalista, conocida como “motorik”, han sido tremendamente influyentes.

En su momento, el Krautrock estuvo formado por grupos que poco tenían que ver entre sí, y cuyo único punto común era oponerse a la movida beat inglesa y la avanzada norteamericana buscando un sonido nuevo: Kraftwerk, con su electrónica extravagante, Can, con su rock experimental en mix con la música de cámara, o la estridencia proto-noise de Faust. Pero además, atravesaron la música popular de otros países de formas muy sorprendentes. “Si no fuera por el Krautrock, el hip hop, el techno, el electropop o el ambient tal vez no se hubiesen desarrollado. El ADN del Krautrock, está en casi todo, es increíble que las generaciones sigan revisitándolo”, dijo al respecto, David Stubbs, periodista de la insigne revista musical Melody Maker, que escribió la historia del Krautrock en su libro Future Days (precisamente, el nombre de un disco de Can), que se puede leer en Argentina traducido al español por el sello Caja Negra. En ese mismo libro, Stubbs contaba que se había enamorado del Krautrock a primera escucha, pero cuando quiso compartir estas nuevas bandas con sus amigos ingleses –entonces adolescentes fans de Led Zeppelin o Pink Floyd– directamente lo persiguieron para golpearlo. “Les fastidiaba el simple hecho de que pudiera existir una música semejante”. Durante la misma época, cuenta el periodista, en Alemania el público se peleó a puñaladas en un concierto de Krautrock. Así era la indignación y el descontrol del momento.

Estas anécdotas de violencia y desconcierto, pero también de gran expectativa y curiosidad por el futuro posible, hablan de los orígenes del Krautrock y también de todo eso que habilitó el nacimiento de Can en particular. Eran momentos de posguerra y de trauma en Europa, de la ofuscación que generaban las vanguardias, y a la vez, de reconstrucción y de creatividad. “Del mismo modo en que Alemania tuvo que ser reconstruida después de la guerra, nosotros tuvimos que crear todo desde cero. La música no existía y tuvimos que inventarla”, explicó alguna vez, Ralf Hütter, el líder de la insigne banda Kraftwerk. La juventud alemana despreciaba una cultura popular local que, sentían ellos, obviaba los horrores de su historia reciente, pero al mismo tiempo, deseaba crear una cosa nueva, que los interpelara a ellos, y que se alejara de la cultura anglo que empezaba a dominarlo todo. De hecho, la palabra kraut, que significa chucrut, era una forma despectiva de referirse a los alemanes en la guerra, y por supuesto, no fueron las bandas locales quienes adoptaron el término para autorepresentarse, sino la prensa inglesa.

El grupo alemán Can en otra de sus formaciones

El de Can fue un caso muy particular: una soñadora y extraña batidora. Un choque planetario con experiencias y búsquedas musicales de lo más diversas. Schmidt, que tenía formación en la música clásica y había tocado en varias sinfónicas, también venía, como su colega, el bajista Holger Czukay, de la escuela de Stockhausen, el llamado padre de la electrónica. En un viaje a Nueva York, donde debía participar en un concurso de jóvenes directores de orquesta, se obnubiló con la escena avant-garde local, con nombres como La Monte Young y Steve Reich. Y así, olvidó el concurso al que iba pero también su antigua concepción de la música. El baterista Jaki Lievezeit y el guitarrista Michael Karoli –un chico diez años menor y principal víctima de la maldición de Can–, venían del jazz, del funk y del rock psicodélico. Por eso, al mismo tiempo en el que la pandilla reverenciaba a la música clásica, probaba todo tipo de artilugios electrónicos, escuchaba Velvet Underground y Pink Floyd, experimentaba con canciones eternas y ritualescas, imaginaba una vida comunal y tenía unos frontmans carismáticos bastante únicos: primero, el norteamericano Malcolm Mooney, después, el japonés Damo Suzuki. Cuando la prensa les preguntó qué diablos significaba Can (la verdad es que simplemente lo habían pensado por el objeto: can significa lata) ellos respondieron burlones: Es un acrónimo. Comunismo, Anarquismo, Nihilismo.

“Bueno, cada década tiene su carácter, su sabor. Los 70 tuvieron para mí un sabor que empezó en los 60, que era como una ilusión: queríamos conocer nuevos horizontes, queríamos trascender. Era una época muy inventiva, muy espontánea”, rememora Schmidt, que además se pone de buen humor al compartir uno de sus momentos preferidos de esa década dorada: “Recuerdo algo de los 70, aunque muy poco. Es como te digo, esos años, esos conciertos, ya no me pertenecen. De tocar en vivo recuerdo haber conocido gente muy extraña e impresionante. Y por ejemplo recuerdo muy bien eventos como este: en un concierto en Birmingham estaba muy enfermo, tenía fiebre y había tomado speed para poder subirme al escenario. Pero de repente me desvanecí sobre el órgano, que por supuesto hizo un sonido enorme y terrible. Después volví a conciencia y cuando me levanté, todo el mundo estaba gritando a mi alrededor. Pero entonces yo continué tocando como si nada y todos pensaron que era parte de mi show. Les pareció normal. De hecho, que pasara algo así, era normal en ese entonces”.

Irmin Schmidt, hoy (Foto: Lucia Margarita Bauer)

UN HOMBRE DE RELACIONES LARGAS

Después de la disolución de Can, que fue una banda intensa, con cambios de formación, con doce discos editados, y con una historia de diez años activos, y un par de reuniones posteriores, Irmin Schmidt no perdió mucho tiempo. Siempre ha sido un pianista prolífico, y ahora, medio siglo después, tiene al menos veinte discos más que llevan su firma, entre óperas, música de cámara, música en vivo y música para cine. Se hizo cargo, por ejemplo, entre decenas de films y series de televisión europea, de la música de Palermo Shooting, la primera película que Wim Wenders filmó en su Düsseldorf natal, y que tiene a Lou Reed en su cast como un espectro de lo más simpático.

Además, en el 2018, junto al periodista británico Rob Young, Schmidt escribió un libro sobre la historia de su banda, All Gates Open: The Story of Can, aún inédito en español. El libro –cuyo título fue tomado de una canción del último disco de la banda antes de su disolución– es mitad biografía, mitad ensayo lúdico, donde Schmidt reúne entrevistas, conversaciones, notas y diarios personales. Ahí aparecen declaraciones celebratorias de gente como Mark E. Smith de The Fall, Bobby Gillespie de Primal Scream, o del mismo cineasta Wim Wenders. El libro es un intento por dar testimonio de cómo ese big bang musical plantó bandera en el rock de los 60 y se exportó al mundo encarnado en los más diversos géneros: post punk, ambient, hip hop, indie (incluso, Can, tuvo cierta faceta de reggae y algo de música bailable). Muchos nombres reconocieron su influencia en su propia música, de Radiohead a David Bowie, de Brian Eno a Joy Division.

“Yo estoy muy contento de que algo que hicimos hace 50, e incluso 60 años, todavía perdura, que aún guste, que aún se sienta como un sonido fresco. Eso me hace feliz”, dice Schmidt, y además reconoce que la artífice última de esta nueva guerra contra la maldición de Can fue, de hecho, su esposa Hildergard Schmidt, manager de la banda, y ahora dueña de Spoon Records, el sello independiente que, junto a sus integrantes, fundó en 1979 para editar la música de Can. Hildergard fue la principal impulsora de este proyecto, la que lo convenció de que, ahora sí, con toda la tecnología a disposición, era hora de hacerle frente a la maldición milenaria, por ellos, por la banda, pero también para darle una segunda oportunidad a los fans, de todas las edades, que parecen seguir buscando estas canciones creativas y eternas. “Soy un tipo de relaciones largas, sabés. He estado 64 años con mi esposa y 50 con mi ingeniero de sonido, soy bastante fiel”, se ríe Schmidt, refiriéndose a René Tinner, que llegó a la banda como roadie y que desde 1973 los acompañó como ingeniero. Ahora, para que todo quedara en familia, fue él mismo quien supervisó el proceso de selección de las cintas y también el de remasterización del material. Parecía una decisión lógica reproducir la comunión de ese momento místico.

La serie Can Live se publicará en varios volúmenes y cubrirá una gran franja de los diez años que la banda estuvo activa en la década de 1970. Como Can apareció por primera vez en el underground de fines de los 60, no hay mucho material de los primeros años, pero a medida que su base de fans y su leyenda crecía, cada vez más contrabandistas –fanáticos locales, radios, periodistas curiosos– empezaron a acumular estas cintas artesanales que ahora se utilizaron para reconstruir su historia. El sello Spoon Records asegura que es imposible bañarse en el mismo río dos veces, sobretodo, tratándose de una banda como Can –dicen, incluso, que en estas cintas es casi posible escuchar la telepatía de la que presumían sus miembros– pero también agregan que estas grabaciones revelan una costado totalmente diferente de la banda, aun para los más fanáticos. Porque aunque es posible escuchar temas reconocibles, se incluyen otros que nunca llegaron a formar parte de las entregas oficiales o que simplemente fueron felices deslices del momento.

Irmin Schmidt, por el momento, se alegra de haber terminado por fin con la maldición de Can, pero él sigue con lo suyo. Firme a su consigna: si algo es exitoso, es porque ya no te pertenece. “Siempre me siento bien haciendo música porque esa es mi vida. Digo, con este concierto de piano que publiqué hace poco, me siento perfectamente bien. Con el recuerdo de Can me siento bien. Parte de mi vida es ir al escenario y tocar, y en el momento en que me subo y el público espera que lo entretenga, me siento genial. Pero también me gusta producir e inventar música a solas. Y como ahora no puedo ir al escenario, me siento frente a mi piano y hago algo que me encanta: hacer música para orquesta. Mientras pueda hacerlo, yo me siento bien”.