Surgen dos temas mientras los juristas terminan de estudiar a fondo el fallo dividido de la Corte Suprema que permite la aplicación del dos por uno para un represor, es decir que tras la condena cada día de prisión preventiva debe ser computado como doble.
El primer tema nace de una pregunta: ¿el fallo está influido por la regresión en el discurso institucional del Estado sobre los juicios de lesa humanidad?
Es posible hacer una apuesta. Si se les elevase la pregunta a Elena Highton, Horacio Rosatti y Carlos Rosenkrantz, los tres jueces que votaron por la aplicabilidad del dos por uno, con toda seguridad la respuesta sería ésta: “No, porque en nosotros solo influye la Constitución”. Es probable imaginar una segunda contestación: “Somos jueces convencidos de la supremacía de los derechos humanos y de la preservación de las garantías individuales, de modo que ninguna atmósfera política o presión de factores de poder nos quitaría esas convicciones”.
El problema es que los seres humanos son seres históricos. Incluso los ministros de la Corte Suprema.
El problema es la maldita realidad.
El presidente Mauricio Macri suele hablar de “violencia”. Evita usar la expresión “terrorismo de Estado”. No es el mismo concepto. Por un lado, la idea de violencia es imprecisa. Por otro, parece aludir a un momento en que las organizaciones armadas se sentían en condiciones de desafiar a las Fuerzas Armadas y al monopolio estatal de la fuerza. Esa etapa terminó en diciembre de 1975. Un intento de copamiento del regimiento de Monte Chingolo por parte del Ejército Revolucionario del Pueblo fue aplastado. Cuando la Junta Militar de Jorge Videla, Emilio Massera y Orlando Agosti dio el golpe del 24 de marzo de 1976 no había amenazas armadas en el horizonte. Ni siquiera pequeñas. La guerrilla siempre había tenido un poder de fuego notablemente inferior que el del Estado. Pero conservaba su poder de daño. En 1976 ambos poderes eran nulos. Hablar de “subversión armada” fue una coartada para la matanza sistemática y el reordenamiento económico social que solo eran posibles desde la Casa Rosada, las gobernaciones y los juzgados.
Hay otro elemento peligroso cuando el Presidente no habla de terrorismo de Estado sino de violencia: va contra una elaboración social de búsqueda de memoria, verdad y justicia que se inició con la democracia misma. Esa construcción tuvo sus picos más altos en el informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, con el Nunca Más de 1984, en el Juicio a las Juntas de 1985, en los juicios por la restitución de chicos apropiados, en los juicios de la verdad y, desde el 2003, ya sin leyes de Obediencia Debida y Punto Final, en los procesos judiciales contra los represores. El terrorismo de Estado no fue solo un objeto de análisis sociológico y un blanco de crítica política. Fue el marco de la investigación penal sobre crímenes sistemáticos: matar, torturar, robar chicos y encubrir el asesinato, el tormento y la sustitución de identidad de los nacidos en cautiverio.
Macri se monta en la jerarquía de la Iglesia católica. La conducción del episcopado dice propiciar una supuesta reconciliación pero en rigor busca esconder su propia complicidad o, según el caso, reivindicar a los obispos que santificaron a los cruzados. Y la jerarquía de los obispos se monta a su vez en Macri. Una tormenta perfecta.
El segundo tema es inquietante: ¿habrá influido en la calidad del fallo el hecho de que no haya penalistas en la Corte Suprema? Carmen Argibay era penalista. Se murió. Enrique Petracchi era penalista. Se murió. Raúl Zaffaroni es penalista. Renunció cuando cumplió 75 años. Sería igual de grave que no hubiera ningún civilista. O ningún experto en Derecho Constitucional. Pero hay. Y pueden complementar sus conocimientos con el saber de los otros. En cambio penalistas no quedaron.
Los ministros de la Corte Suprema trabajan con relatores. Son especialistas que escriben los fallos. No hay que escandalizarse. Los jueces no dan abasto para investigar y escribir todo por su cuenta. La clave es que puedan ser interlocutores válidos.
En una entrevista concedida a este diario pocos meses antes de renunciar dijo Zaffaroni que “a lo sumo los ministros, cuando no son especialistas, pueden dar una orientación”. Y agregó: “El ministro no solo debe dar la orientación a los secretarios de la Corte para trabajar en un tema, sino que después, con el borrador terminado, debe hacer el control técnico. Si solo dio la orientación y no es un especialista, no habrá control técnico. Entonces las sentencias pueden no tener calidad técnica y puede salir jurisprudencia contradictoria y sin vuelo doctrinario”. La consecuencia sería la generación de inseguridad jurídica, que según Zaffaroni consiste en “tornar o hacer imprevisibles las consecuencias de una conducta”. Frase para temblar: “Las sentencias contradictorias afectan la certeza del Derecho”.
¿Será el caso?