Juan Mattio escribió una novela atemporal. Desligada de las tendencias actuales de escribir con la mirada clavada en el ombligo o de rendirse soberanamente a la lógica imperante de los hechos y la causalidad, Materiales para una pesadilla, su segundo trabajo en solitario desde la premiada y aclamada Tres veces luz, es un objeto de rara identificación. Fuera de tiempo y de serie. Retoma cierta tradición argentina que piensa a la literatura no como una representación de lo real sino como una impresión. Una literatura concebida como artefacto. Mattio, lector de Ricardo Piglia (sobre quien prepara una investigación becada por la Biblioteca Nacional), piensa su novela como una intervención. Viaja en el tiempo y actualiza un debate intenso que se dio en los años setenta, en relación al realismo literario en un grupo de escritores (Piglia, Germán García, Jorge Di Paola, la revista Literal) que, luego de una relectura atenta de la obra de Borges, pensaron nuevas formas de escribir una novela.

Esta actualización en Mattio parte de una premisa muy sencilla. Un hombre recibe una extraña herencia de una mujer a quien alguna vez amó. La herencia no es material; es un capital simbólico que debe explorar y ampliar por su propia cuenta. Se trata de una investigación sobre una máquina diseñada por un grupo de profesionales de las ramas más eclécticas, psicólogos, escritores, analistas. Ese dispositivo se transfigura, mezcla pasado y futuro y cuyo vórtice más deseado es una red social llamada Die Toteninsel, en donde hay una remota posibilidad de entablar un vínculo con quienes no están vivos o al menos con esos resabios codificados que han dejado.

Como en las novelas de ciberpunk de los años ochenta, de Neuromancer para acá, hay una diferenciación entre el mundo virtual y el mundo real. Para pasar de un mundo al otro se precisa de cableados, de conexiones biológicas, de chips; la tecnología, para ese movimiento, era concebida como un viaje narrativo hacia la máquina. Lo que se precia y lo que se busca de un mundo al otro es la información; su valor líquido archivado en un hardware. El ciberpunk de Mattio tiene un retrogusto melancólico por las ruinas y su diseño. Sin cables, Wireless, en donde los dos mundos se funden y se confunden, de un pasaje a otro. Los personajes dialogan con bots, con avatars, con fantasmas de internet perdidos en un paisaje que va desde el conurbano bonaerense hacia Berlín, Buenos Aires y el Japón. Al igual que en el clásico de William Gibson, lo que se busca y se persigue es la información.

Esa información condensa la estructura de la novela. Está codificada y constituye su centro móvil. La investigación de Katy – la mujer amada – se inicia en la Biblioteca Nacional, en donde opera un Departamento de Cibercultura. El objetivo es investigar el impacto social que ha tenido el desarrollo de la cibernética. Su estudio se centra en los despliegues del diseño, en la belleza de los códigos, en la forma que tienen las fases y las interfaces de generar un sentido formal, y no a la inversa. Esa investigación conecta con la historia de Jemand, un escritor de los años setenta que trabaja para los Servicios de Inteligencia, conectado con el grupo de escritores de la Revista Los Libros, con la intelectualidad de los años setenta. Jemand entiende que para buscar confiscar información hay que escribirla. El Estado tiene en su interior un poderoso aparato narrativo que configura relatos.

La investigación se ramifica de Katy, interpelada por el narrador, viaja hacia otra mujer, de un interfaz a otra. La novela se abre por diversos “materiales”: textos, desgrabaciones de audio, citas de libros, entrevistas. Los materiales orbitan y constelan alrededor de los personajes. La investigación de Katy choca con la de una programadora que trabaja como una escritora de vanguardia llamada Haruka. Haruka vive en un Berlín conjetural. Forma parte de un grupo de programadores y de analistas de sistemas que trabajan en la creación de una red social para una serie de inversores. El nombre de la red es Die Toteninsel. Las propuestas de Haruka son siempre extremas y radicales. Trabaja como una escritora capaz de armar códigos nuevos. La escritura posibilita la creación, desde la palabra, de la cosa. La red rescata los códigos y los datos de gente muerta para llevar esa información a una zona. Es una red invisible que tiene la habilidad de reprogramar y refundar una Historia, una cultura y una mitología propia (similar a ese planeta cósmico llamado Saudade en Nova Swing de John M. Harrison).

¿Quién cuenta la historia en Materiales para una pesadilla? ¿Es el narrador obsesionado con Katy? ¿Es Katy, recordada por el narrador, en su diálogo socrático sobre el uso de la tecnología? ¿Es Haruka y su forma de concebir la escritura criptográfica? ¿Es el escritor Jemand, quien trabaja en los servicios de inteligencia durante la dictadura argentina traficando información y trabajando en el diseño del horror? Hay una pregunta que socaba en la novela de Mattio, ¿cómo narrar? Cada novela debe inventar y diseñar su forma de representar. El narrador lo dice: “Me creo capaz de interpretar y de entender y organizar. ¿Hay otra forma? Sí. Escribir para representar el desorden. También eso. Porque creo que toda literatura debe responder a la pregunta que está en la base - ¿qué es un hecho real y cómo funciona?”

La literatura como reflejo de una experiencia o la experiencia como acto literario reflejo. Toda narrativa busca articular una forma de pensar la propia narración. En “De la literatura como una tauromaquia” el escritor francés Michel Leiris compara a la escritura con el arte de torear. El escritor se encuentra solo en un estadio tratando de domar a una fiera por los cuernos. La fiera sería, para Leiris, esa potencia de “lo real”. El hecho y su función. Lo que está ahí, arrojado sobre la autopista; el erizo del lenguaje. El arte de maniobrar, de atraer y de despistar es la tarea del escritor con un arma endeble y esquiva; el lenguaje. La pregunta que arroja la novela de Mattio es, qué pasa cuando ese toro no está. O cuando el toro no es una fiera salvaje sino un avatar de toro que también lanza fintas, distrae y despista al escritor con su propio lenguaje, cada vez que logra embestirlo no hace más dejarlo con las ruinas de su imaginación.