Ni un paso en falso

(No Sudden Move)

EE.UU., 2021

Dirección: Steven Soderbergh.

Guión: Ed Solomon.

Música: David Holmes.

Fotografía y Montaje: Steven Soderbergh.

Intérpretes: Don Cheadle, Benicio del Toro, David Harbour, Amy Seimetz, Jon Hamm, Brendan Fraser, Ray Liotta.

Duración: 115 minutos.

Disponible en HBO Max

8 (ocho) puntos

Al cine de Steven Soderbergh hay que verlo siempre, porque es de los directores que se disfrutan y persisten en maneras autorales, más o menos eficaces según sea el caso. En este sentido, cada quien hará con su filmografía una selección de los títulos mejores o predilectos, y esto es algo que no sucede con demasiados cineastas del Hollywood contemporáneo. A la vez, se trata de un director variable, de temáticas y géneros eclécticos, que le hacen difícil de encasillar; vale decir, éste es un rasgo de valía, que le emparenta con cierta habilidad todoterreno, propia de los directores artesanales del viejo Hollywood.

Entre aquel cine clásico y su modernidad, Soderbergh asoma como artífice de una contemporaneidad que actualiza propuestas pretéritas, a veces con mayor acierto que otras Entre lo desacertado, habrá que mencionar el paso en falso que significó su puesta en escena de la más reciente ceremonia del Oscar. De todas maneras, su cine se disfruta porque él es alguien que así lo siente. Y entre la revisión de géneros que su filmografía ofrece, el cine negro sobresale.

Acá lo mejor, porque pocos géneros como el noir para pensar y discutir esto a lo que todavía se le denomina cine. Ni un paso en falso adscribe a esta filiación cinéfilo-criminal, y se suma así a una más que interesante lista de títulos de su director, donde Un romance peligroso brilla a la par de la sublime Vengar la sangre (éste tal vez uno de los mejores exponentes de lo que dio en llamarse neo-noir). Ambientada en la Detroit de los años ’50, la nueva película del director de Erin Brockovich sabe cómo situar de antemano un estado de ánimo que embriaga: tras el logo clásico de la Warner, circa ’50, Don Cheadle camina a lo largo de las calles mientras fotografías de la época operan como inserts –instantáneas de negros, blancos, trabajadores en huelga y policías–, y el fondo sobre el cual el actor destaca se comba gracias al gran angular de la cámara: una deformación óptica que prevalecerá a lo largo de toda la película, que articula lentes del cine de aquella época con tecnología actual. La música preanuncia algo de misterio, tal vez cierto clima de aventura, pero sobre todo peligro. Ser negro en Estados Unidos no es fácil, mucho menos en los años del macarthismo.

De este modo, Curt Goynes (Cheadle) va a su cita: un trabajo por encargo, aparentemente fácil, que lo relacionará con dos truhanes (Benicio del Toro y Kieran Culkin). Tendrán que meterse en la mañana de una casa familiar, mantener tranquilos a mamá y sus hijos, mientras papá es llevado a su oficina para extraer de la caja fuerte un expediente valioso. Allí el McGuffin, el papel del cual todos hablan y nadie sabe bien qué es. A medida que el film avance, la razón de ser de los diseños y palabras insertos en sus fojas, desarticulará un andamiaje que hará aflorar a las distintas piezas de un dominó siniestro, mientras Curt procura salir airoso de algo que amenaza con superarlo.

Para sobrellevar lo que sucede –que por supuesto no sale de la manera prevista, porque nada es lo que parece y la red de engaños crece y crece– Curt deberá tejer alianza con Ronald (Benicio del Toro), su compañero de faena. Entre ambos, complementarios desde las diferencias, Soderbergh traza un vínculo como el cine de géneros enseña, y fuerza al racista Ronald a la dupla que nunca quisiera. Mientras tanto, el expediente es la zanahoria tras la cual todos corren, cuyas caras partícipes incluirán a bandas rivales, mafiosos, policía, empresarios y empresas: el film tiene un sustento real, que involucra a la industria automotriz y sus más importantes marcas. El gesto por parte de Soderbergh es relevante, sea por encarar el tema pero también por no evitar mencionar las empresas (todavía en ejercicio) que participaron de tales tretas financieras, aun a costa de la salud ciudadana y ambiental.

Que se trate de cine negro y de los años ’50 permite varias consideraciones, ya que es la década cuando el género tuvo que sustituir la figura de la femme fatale –condenada por la derecha y su caza de brujas, que comienza en 1947– por las de esposas, amas de casas y madres abnegadas. El film de Soderbergh recrea esa misma iconografía, sabedor cómo es de los tópicos del género para articular las insatisfacciones que anidaban (y anidan) en el “sueño americano”: casas y familias modélicas como un tapete bajo el cual se convive con amantes y criminales. De igual modo la sociedad toda, a partir de una estructura económica que disfraza con sonrisas de sobremesa lo que es la explotación. Allí el papel malsano de una competencia industrial cuyos artífices están dispuestos a perder algunos dólares porque el sistema es de ellos, el dinero crece mientras duermen, y es así como lo vocifera, en un momento admirable, el “hombre importante”, esa cúspide de una pirámide a la cual apenas dos bribones habrán de llegar. (Quién es el actor que interpreta a este “hombre de alcurnia”, es algo que vale ser descubierto en la película).

Ni un paso en falso se disfruta como lo que es, una película notable de un director con estilo, aquí menos extrovertido que en Ocean’s Eleven y por eso mejor. Coincide con aquella película en la mecánica precisa de un guión cuyas piezas se relacionan todas, con la atención irónica en la dinámica de un status quo que, allí cuando se resquebraja, más se afianza.