Los artistas tienen sus obsesiones. Paul Cézanne pintó la misma montaña una y otra y otra vez. Edgar Degas tuvo un fetiche con las bailarinas clásicas jóvenes. Y Oliver Stone no pudo evitar el hacer películas sobre el asesinato del presidente estadounidense John Fitzgerald Kennedy, el 22 de noviembre de 1963 en Dallas, Texas.
Han pasado nada menos que treinta años desde JFK, la épica película de Stone en la que un fiscal de distrito con mucho de cruzado, Jim Garrison (Kevin Costner), rechaza la conclusión a la que arribó la Comisión Warren, que señalaba a un francotirador solitario como responsable del magnicidio. En lugar de adherir a esa teoría, Garrison va detrás de un oscuro hombre de negocios, Clay Shaw (Tommy Lee Jones), a quien cree involucrado en una compleja conspiración para el asesinato.
Cuando JFK llegó a los cines, Stone fue a la vez elogiado y ridiculizado. La película fue llamada "un afiebrado alegato de conspiraciones". El reverenciado periodista de noticias Walter Cronkite la describió como "una mescolanza de fabricaciones y fantasías paranoides". La visión que prevaleció fue que se trataba de un verdadero tour de force en términos cinematográficos -de hecho terminó ganando dos estatuillas en la ceremonia del Oscar, a la cinematografía y la edición-, pero profundamente poco fidedigna en términos de la historia. Ahora, Stone acaba de revisar exactamente el mismo tema de discusión en JFK Revisited: Through the Looking Glass, pero esta vez como documental en vez de drama ficcional. La nueva película se presentó este lunes en el Festival Internacional de Cine de Cannes.
"Stone presenta evidencia convincente de que, en el caso de Kennedy, la 'teoría de la conspiración' es ahora 'hechos de conspiración'", fogonea la presentación publicitaria del documental. El disidente director estadounidense espera claramente que su más reciente incursión en el terreno de las conspiraciones llegue para reivindicarlo de una vez. Según cree el realizador, las ideas sobre la muerte de Kennedy que en 1991 parecieron extravagantes se han movido cada vez más cerca del mainstream. De todos modos, el mismo título Through the Looking Glass ("A través del espejo") sugiere que, cuando se trata de la muerte del presidente Kennedy, los estudiosos aún están empantanados en una especie de mundo a la Lewis Carroll en la que nada nunca podrá terminar de dar una suma concreta.
La tesis general de Stone sobre el asesinato de Kennedy ya es lo suficientemente clara. El ridiculiza la idea de la "bala mágica" que disparó Lee Harvey Oswald a la caravana del presidente, que luego tomó una misteriosamente zigzagueante gira por diferentes partes de la anatomía de Kennedy y además, de alguna manera, también le dio al gobernador de Texas John Connally, sentado en el asiento delantero. El director es igualmente sardónico sobre la noción de que Oswald, disparando desde una ventana alta en un depósito de libros en Dallas, con su visión oscurecida por árboles, haya podido hacer tres disparos en menos de seis segundos y desencadenar semejante devastación.
En la JFK original, el director estadounidense apunta las muchas rarezas e inconsistencias en el reporte de la Conmisión Warren. ¿Podía Oswald realmente haber descargado los disparos y luego irse por las escaleras tranquilamente, deteniéndose a tomar una Coca Cola antes de salir del edificio por la puerta delantera?
No es tampoco que Stone deje muchas dudas sobre quién piensa él que es responsable del asesinato de Kennedy. El argumenta que todo el asunto fue un golpe de Estado orquestado por Allen Dulles y sus secuaces en la CIA, en la ola del fiasco de Bahía de los Cochinos en 1961. Su motivo era claro. Kennedy no los había apoyado cuando hicieron un desastre de su intento de derrocar a Fidel Castro en Cuba. El presidente estaba amenazando con retirar a las Fuerzas Armadas de Vietnam y normalizar las relaciones con la Unión Soviética. Eso podría haber amenazado seriamente al multibillonario complejo militar-industrial a través del cual se habían enriquecido tantos hombres de negocios y políticos estadounidenses. Había a la vez razones financieras e ideológicas para querer a Kennedy muerto.
El ardiente odio hacia el presidente que muchos estadounidenses de derecha muestran de modo muy vívido queda representado en una escena temprana de JFK. Allí aparece Guy Banister (Ed Asner), un ex oficial del FBI que ahora trabaja como escurridizo investigador privado en New Orleans. El actor es conocido por su gruñón pero querible personaje Lou Grant en la serie televisiva del mismo nombre; pero en JFK su rostro aparece contorsiando con asco y revulsión ante la mera mención del nombre de Kennedy. "Están gritando como si hubieran conocido al hombre. Me da ganas de vomitar", sisea ante el dolor que exhiben sus compatriotas tras el asesinato. Luego golpea con una pistola a su amigo Jack Martin (Jack Lemmon) en una escena que aún parece impactar duro: uno no espera que un hombre anciano desencadene semejante violencia.
El brillante, repelente cameo de Asner hace mucho por fundamentar la explicación de por qué JFK sigue siendo la mejor película de Stone. En sus tres horas de duración destila un enorme monto de información, a la vez que cuenta una compleja historia con gran nervio. El director reclutó a los mejores actores a su disposición: hay una pequeña armada de ellos, muchos de ellos en el mejor momento de su carrera.
Gary Oldman interpreta a Oswald como una figura camaleónica, desafiante pero a la vez extrañamente ingenua. "Yo soy solo un chivo expiatorio", le dice tristemente a la prensa tras su arresto. Stone lo retrata como una figura que simplemente no puede escapar a su destino. Kevin Bacon resulta sórdido, escandalizante como Willie O'Keefe, el taxi boy al que Garrison entrevista en una prisión del sur profundo y ofrece tentadoras pistas sobre la participación de Clay en la trama para matar al presidente. Inicialmente parece encantador pero entonces, como el personaje de Ed Asner, revela un odio piscótico hacia los "commies" (incluyendo a JFK) que desarma incluso al normalmente ecuánime Garrison.
Desde Sissy Spacek como la largamente sufrida esposa de Garrison a Walter Matthau como un entrecano senador y John Candy como el venal amigo de Garrison en la escuela de Derecho, la película está llena de estrellas, a menudo interpretando roles muy pequeños. Stone además provee una plataforma para que Joe Pesci entregue una de sus performances más extravagantes (fuera de Buenos Muchachos) como un malhablado partidario de la conspiración que se convierte en la más importante fuente de Garrison. Incluso algunos paseantes al azar que solo tienen momentos limitados en la pantalla son interpretados por actores bien conocidos. Vincent D'Onofrio, por ejemplo, aparece como un testigo del asesinato que es entrevistado muy brevemente.
Stone combina elementos de archivo y documentales (incluyendo el material de filmaciones hogareñas de Abraham Zapruder con escenas del atentado) con lo dramatizado. Salta adelante y atrás en el tiempo y edita en modo veloz, como si le atemorizara la posibilidad de que los espectadores pierdan interés en el relato. El director es como un abogado frente a un gran estrado, utilizando todo truco a su alcance para influir en un jurado escéptico. Pero aún con toda la brillantez formal de la película, a veces parece como si lo estuviera intentando demasiado duro. Es un poco como si el realizador ya supiera que el público lo considera un teórico demente de la conspiración y por ello hace todo lo que puede para cambiar su pensamiento, encantarlos, engatusarlos e incluso acosarlos para someterlos.
Tampoco se puede escapar a la extraña sensación de anticlimax con la que JFK termina. Garrison da un conmovedor, brilantemente sostenido argumento en el discurso en la sala de juicio que dura una pequeña eternidad... y entonces Clay se escurre y de cualquier modo sale libre. Así como Garrison falló en sus objetivos, Stone en principio también lo hizo en el suyo. De todas maneras, el director es como el viejo marinero en el poema de Samuel Taylor Coleridge, el tipo de barba gris que no va a quedarse callado.
Una de las últimas líneas de diálogo pronunciadas por Garrison en la película es "Si me toma 30 años tener que agarrar a cada uno de los asesinos... ¡entonces seguiré por treinta años!". Han pasado tres décadas, precisamente, desde el estreno de JFK. Garrison, quien sirvió como asesor en la película y también tiene un cameo, murió poco después del lanzamiento, en 1992. Con su muerte, Stone ha tomado el manto y trae nuevamente a la atención del público el asesinato de JFK con este documental.
"Hay un agujero en la memoria con respecto a Kennedy. Y creo que antes de que me toque abandonar la escena me gustaría revelar lo que sé sobre el caso", le dijo el realizador a The Hollywood Reporter esta semana. Fiel a la forma, la nueva película ya estuvo rodeada de controversia. En 2017, el presidente Donald Trump tomó una decisión de último momento de no liberar, tal como había prometido, ciertos documentos clave relacionados con el asesinato. Desde entonces hay una sensación de que Stone aún no ha tenido la oportunidad de contar la historia completa.
Muchos seguirán considerando al director como un loquito obsesivo. Pero de cualquier manera, hay muchos políticos, expertos médicos y de balística, científicos, historiadores y testigos que comparten su visión sobre qué fue lo que pasó ese día de noviembre en Dallas.
De joven, Stone peleó en Vietnam, en una guerra que John F. Kennedy estaba desesperado por evitar. El asesinato afectó directamente su vida: quizá el conflicto habría terminado antes si Kennedy hubiera seguido vivo. Stone sigue argumentando que este fue un incidente fundamental en la historia estadounidense reciente, también; el momento en el que las fuerzas oscuras triunfaron y empezó a aparecer la gran división que hoy es evidente en la cultura y la política estadounidenses. Esa parte de su teoría, al menos, es algo con lo que es difícil no estar de acuerdo.
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.