El miércoles siete, el presidente de Haití fue muerto a tiros en su residencia, por una cuadrilla de exmilitares colombianos bien pertrechados, que arribados a través de la vecina República Dominicana. Ninguno de los anillos de seguridad del Presidente ofreció resistencia a los atacantes, pero horas después la reputadamente ineficaz policía haitiana los ubicó en un inmueble cercano, mató a algunos y capturó a más de una decena. Los diversos anuncios “oficiales” más buscan guardar apariencias que informar.
Pero se evidencia que el crimen brotó de la confrontación entre las facciones de la derecha política y comercial, de la cual el mismo Presidente Juvenel Moïse provenía, a menos de tres meses de las elecciones en que tanto él como ambas cámaras del Congreso serían remplazados. De antemano, ya nada quedaba de “legitimidad”. El periodo presidencial de Moïse concuyó hace un año, pero no había instancia que pudiese remplazarlo: el mandato de los parlamentarios ya había terminado y el presidente de la Corte falleció de covid‑19.
Por añadidura, poco antes de que los mercenarios lo balearan, Moïse había anunciado que remplazaría a su primer ministro Claude Joseph, designando en su lugar a Ariel Henry, más apto para negociar un gobierno de “ancha base”. Pero Henry aún no estaba juramentado y enseguida del magnicidio Joseph se proclamó Jefe de Gobierno y Estados Unidos acto seguido lo reconoció. Palabra del César, que nadie más cuestiona, pese a los gimoteos de Henry. Ahora Joseph ha solicita fuerzas militares norteamericanas para custodiar instalaciones esenciales como aeropuerto, recepción de combustibles, etc. Washington ya contestó que, por lo pronto, enviará fuerzas del FBI y de Seguridad Interior para dirigir la investigación del homicidio presidencial.
Desde el primer día, el New York Times ha dedicado múltiples y prolijos artículos al caso. Entre los primeros, describió la violencia, la dictadura, la corrupción y el abuso como constantes de la política y los negocios en Haití, otrora una rica colonia de Francia y después una república subordinada al paternalismo de París, hasta hacer de esa isla el país más pobre de América. El cuidadoso recuento del NYT puntualiza que solo una vez hubo allí una elección y un gobierno democráticos, el del popular sacerdote Jean‑Bertrand Aristide, quien fue derrocado en 2004 tras una prolongada campaña de desestabilización e intentonas armadas auspiciadas por la derecha empresarial, con apoyo dominicano.
Pero lo que el pudibundo NYT deja de recontar es que, tras fuertes presiones de París y de Washington para que renunciara, el 1 de marzo de ese año Aristide fue secuestrado por un comando militar estadunidense, que lo aerotransportó hasta Bangú, en la República Centroafricana, donde quedó expatriado. Esta operación decidió aquél golpe. Allá en Bangú, poco después de aterrizar, sentenció Aristide: "Al derrocarme, han derribado el árbol de la paz". A lo que esperanzadoramente añadió: "Pero este ya crecerá nuevamente, porque sus raíces están buen plantadas".
Hasta hoy los mismos actores marcan el paso y solo la primera frase continúa cumpliéndose.
Escritor y diplomático panameño.