“Puedo no necesitar, ni siquiera mi cuerpo” dice la voz en primera persona protagonista de esta novela que se escurre en una lectura plácida y contemplativa. Agua es la ópera prima de Lía Chara, editada por Rosa Iceberg, llega en tiempos en donde la tarea de inmersión en la fantasía se vuelve ardua. La autora gestiona el uso de la palabra y se anima a ocupar una página con una sola oración. Allí - y en muchos otros lados más- aparece la manera en la que Gabriela Cabezón Cámara define la novela en la contratapa y además se moja: “Agua es una novela extraordinaria: un poema” dice y suelta por ahí una ilusión a quienes leen para sumergirse. Lo que no es poco.
La protagonista de Agua tiene un dolor constante en uno de sus hombros, también, tiene que visitar asiduamente a Flora, una pareja, un amor, una amiga. Flora está internada en un hospital psiquiátrico en el conurbano. Esa visita es parte de su rutina semanal, como también lo son los ejercicios para amainar el dolor de la luxación. Acude a una pileta en donde conoce a una mujer ¿Sirena, medusa o pulpo? En su primer encuentro dice: “Veo su codo derecho, una cicatriz rosa lo cubre. Tengo ganas de llorar. Entonces siento que es la criatura más bella que jamás haya visto”.
Comienza entre ellas una relación que va y viene como los tentáculos de un lado al otro sumergidos, dándole ritmo a estos encuentros que son para la protagonista un parate de su rutina por momentos tormentosa, porque Flora es una a la que le gustan las islas flotantes -las tortas-, guarda alfajores en un sombrero y tiene una compañera de habitación sin piernas. Entonces se queda ahí: ”La Medusa me espera en la otra orilla, parece estar fumando mientras me mira. Me deslizo sin quitarle la vista de encima. Estoy cerca. Muevo piernas imitando a los que nadan y avanzo. Levanto brazo derecho hacia atrás, que cae y salpica. Detengo trayecto por dolor agudo en el hombro. Con mano izquierda lo abrazo durante unos segundos. Vuelvo la mirada hacia la medusa. Miro hacia todos lados. Ya no la encuentro”.
Ella trabaja, vive sola, dice que podría estar todo el día sin hablar. Las semanas siguen su curso: trabajo, tren, estaciones, calle, hospital, pecera. La rutina es como un glosario alrededor de su dolor: clavícula, dislocación, húmero, escápula, cavidad glenoidea, hueso. Sus días son una investigación meticulosa, algo más para hacer o el centro de su existencia: toma notas, saca fotos, coloca en un corcho las nuevas palabras.
Es fácil sumergirse en la corriente propuesta, se lee de un tirón como un largo en una pileta para principiantes, porque las exigencias en la lectura se reducen a seguir esos órganos filamentosos e invertebrados que flotan y se mueven.
Si hubiese que imprimirle una banda sonora a esta historia iría el piano de la japonesa Mitsuko Ushida a pesar de que en esos viajes que la trasladan desde su casa al hospital en el Tren Roca puede sonar Trigal o los Ángeles Azules. A ellas tres las une la corriente, las encastra el agua que se escurre y que también, ahoga. En todos esos efectos aparece un erotismo escabullido: “Desde atrás, aparece la medusa que me desnuda y se viste de escamas o de sirena. Flora juega descubriendo las formas desconocidas de su cuerpo. Deslumbra mirarla en esta tierra nueva, el agua”.
Encontrarse con Agua es flotar, ahogarse un poco y salir a flote. Y también un poema.
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