Para escribir Las señoritas. Historia de las maestras estadounidenses que Sarmiento trajo a la Argentina en el siglo XIX (Lumen), su nuevo libro de no ficción, Laura Ramos (Buenos Aires, 1960) recorrió archivos de museos históricos, cementerios de provincias, universidades extranjeras y bibliotecas, leyó cientos de cartas y examinó fotografías de mujeres que fueron jóvenes hace más de cien años. Otra vez, como había hecho con los “libros álbumes” La niña guerrera e Infernales, la escritora y cronista eligió a un protagonista colectivo: un selecto grupo de veinte de las sesenta y una maestras que llegaron al país desde Estados Unidos (ellas sí en barco, como le gusta decir al presidente Alberto Fernández) durante el siglo XIX, de la mano del otro gran protagonista del libro, presente a lo largo de las páginas: Domingo Faustino Sarmiento.
“Hice tres hallazgos bomba –revela la escritora-. Sobre la abuela de Borges, Fanny Haslam, escribí un capítulo entero; otro sobre una maestra muerta de sífilis, hecho que descubrí con la gente del cementerio de la Recoleta, y que había sido ocultado por otra maestra estadounidense para que los padres de los alumnos no se enteraran; y sobre las dos maestras que formaron pareja en Chacras de Coria, en Mendoza, con el pueblo aceptándolas y respetándolas”. Mary Olive Morse y Margaret Collord vivieron juntas por más de cincuenta años en ese pequeño pueblo y fueron enterradas juntas por pedido de ambas (el villano de este episodio es el sobrino de Morse, que destruye los libros y objetos personales de las maestras en una hoguera).
¿Cómo surgió la idea de contar la historia de estas señoritas maestras en la Argentina? ¿Cuánto tiempo de investigación te llevó el libro?
--Estaba mandando Infernales a la editorial cuando una tarde recibí la primera señal. Estaba en el jardín del Museo Larreta, leyendo, cuando empezó a llover. Me metí en el primer lugar cubierto que encontré, que fue el Museo Sarmiento, en la calle Juramento, frente al Larreta, en Belgrano. Entré y vi, a mi izquierda, un vestido colgado que me pareció idéntico al de la tapa de Mujercitas. Me quedé pasmada. Nunca pensé que en la Argentina podía toparme en tercera dimensión con mis ensueños literarios infantiles. Unos meses después viajé a Concord, el pueblo donde está la casa de Louisa May Alcott, y allí encontré a las hermanas Peabody, las más inteligentes, protofeministas, brillantes mujeres de su país en ese tiempo. Una de ellas fue la amiga de Sarmiento, que impulsó el proyecto de las maestras. Esto fue en 2016. Fui a la Universidad de Duke y a la de Rutgers, y allí estaban las cartas, los diarios, las fotos, materiales increíbles con los que trabajé durante los siguientes cuatro años. En la pandemia, en agosto de 2020, estaba escribiendo el libro y me costaba muchísimo, porque tengo una gran familia y dos perros y mucho jardín, huerta, en fin, todo lo que hizo que Infernales tardara diez años en ser escrito. Decidida a que no tardaría otros diez años en escribir Las señoritas, me alquilé un estudio lejos de mi casa y me instalé allí de lunes a viernes. En diciembre entregué el libro.
Empezando por el final, ¿cómo resultó el experimento sarmientino de “importar” maestras?
--En términos económicos, se gastó el 30 por ciento del presupuesto estatal en el proyecto. Fue una catástrofe. Pero no sé si es posible medirlo solo en ese plano. Los modelos de escuelas normales inspirados en las teorías de Pestalozzi que trajeron las maestras se implantaron en toda la República Argentina y educaron a la nación entera.
En tus libros de no ficción, los protagonistas son grupos de mujeres.
--Me fascina la historia, el pasado, la historia de las mujeres, y el formato documental es en el que me siento más cómoda. Me produce una gran excitación mirar el pasado y saber que eso sucedió realmente: descubrir hechos del pasado me hace sentir una exploradora, una detective, mezcla de antropóloga, forense y escribiente.
¿Cuánto aporta tu experiencia como narradora de ficción y cronista para contar una historia como esta? ¿Dejaste la ficción de manera definitiva?
--Supongo que las herramientas que me dio el trabajo de periodista durante tantos años me vienen bien a la hora de escribir. Nunca fui una narradora de ficción. Hice algo que Mariana Enriquez con mucha lucidez calificó de “experimento narrativo” una sola vez, en Diario íntimo de una niña anticuada. Fuera de eso, siempre trabajé con la realidad, estilizándola o mediatizada por el tiempo: por eso me voy al siglo XIX.
En la presentación de cada señorita y de cada grupo, tus intervenciones y comentarios dejan un margen de duda o de imaginación sobre las motivaciones explícitas y lo que establecen los documentos, ¿ese plus fue buscado o se fue dando en el desarrollo del proyecto?
--Creo que ese margen de duda es ineludible. Hasta Tulio Halperin Donghi debía tener márgenes de duda más allá de los documentos. Yo planto documentos, cartas, diarios que aseveran lo que afirmo. Donde no los hay, lanzo hipótesis o preguntas que podría hacer cualquier lector o investigador. Como reuní tanta información sobre cada personaje, tengo muchas conjeturas y las brindo. Esa voz, la del biógrafo, tiene algo de ese personaje antropólogo-forense. Es una hipótesis tuya que me gusta.
¿Se puede considerar protofeministas a estas jóvenes señoritas de excelente formación académica?
--Lo eran porque era una corriente en ese momento muy fuerte en Estados Unidos, y ellas eran mujeres independientes, letradas, inteligentes, que se autoabastecían. Lo eran en la medida en que se autoabastecían económicamente por medio de su trabajo y en la medida en que militaban enseñando. Las alumnas decían “ella (por Mary Graham) nos enseñaba a vivir”. Mary Graham decía “no quiero celadores. Eso es para los estúpidos, para los delincuentes”. Sarah Atkinson, que trabajó con Graham en San Juan, se convirtió en una sufragista y militante feminista cuando volvió a Estados Unidos. Nunca se casó y viajó por Europa difundiendo los derechos de las mujeres, trabajando como maestra y traductora.
Entre la epopeya y el chisme, ¿cuáles son los mejores recursos para contar una historia del siglo XIX a los lectores?
--Sostengo la tesis de Ulises Carrión sobre el rumor y el chisme como fuente de info sobre la cultura. Pero yo lo identifico. Le digo al lector: esto es una habladuría, en el pueblo se dice, esto no está documentado. Fijo muy bien los límites entre el documento y al rumor.
Sin buscarlo, tu libro se publica en medio de una revalorización social de la educación en el país y de la reivindicación de los aportes hechos por las mujeres en la historia.
--No estoy totalmente segura de posicionarme como abanderada de esta implantación de la cultura occidental de avanzada, pestalozziana, que propició Sarmiento, o de la imposición de la cultura española católica anterior. No sé si las culturas originarias no tenían derecho a desarrollar sus propias herramientas del saber. Yo cuento la historia, lanzo hipótesis, pero no hago apoyos políticos.
¿Dirías que falta espíritu aventurero a la hora de imaginar proyectos sociales como ese, de vivir experiencias, de escribir?
--Creo que hubo espíritu aventurero a mansalva. Que Sarmiento y esas maestras lo tuvieron. No sé qué pasa ahora. No me gusta observar la realidad presente. Prefiero el pasado.
¿Lograste los objetivos que tenías al encarar el proyectos? ¿Qué aprendiste con Las señoritas?
--Fue como una droga. Quiero más. Quiero seguir investigando. Quiero manuscritos, quiero cartas escritas a mano con pluma y tinta, cartas nunca vistas antes desde que fueron leídas por primera vez, quiero hacer descubrimientos. Quiero sentir en la espina dorsal, como decía Vladimir Nabokov, ese estremecimiento al toparme con un descubrimiento histórico, como cuando leí en una carta: “Hoy desayunamos con la sra de Borges. La sra de Borges es una inglesa casada con un argentino que hospeda a algunas maestras”. Estoy buscando una nueva historia, una nueva experiencia, ya no puedo vivir sin eso.
Por último, ¿por qué en los agradecimientos Liliana Viola es mencionada como “mi esposa”? ¿Hubo una boda secreta durante la pandemia?
--En Inglaterra, las damas de la aristocracia llaman “esposa” a sus amigas íntimas. En la voluminosa correspondencia, que devoré, entre las seis hermanas Mitford, a las que adoro, eso aparece continuamente: “fui al teatro con mi esposa”, “¿cómo está tu esposa?”. Soy una cipaya de lustre.