Raspan la escoria que el pasado no protege para siempre y encuentran la evidencia silenciada, son antropólogas forenses, mujeres de pincel barrendero y de laboratorio (como Mary Willard -1898-1993-, la “Lady Sherlock” de la ciencia forense), de cristalografía, tubos de ensayo y espectroscopias infrarroja y ultravioleta, son las que enfundadas en mamelucos dilucidan la muerte en la escena del crimen y en el silencio de una carpa que ahora hace ruido en los capítulos de las series que las convirtieron en moda.
Son, hablando de series, las personas en quienes confía Cassie Stuart (la detective de Unforgotten) para resolver un caso encubierto durante décadas, las científicas que saben cómo se corta un cuerpo para que el rigor mortis no pueda presentarse, las que descubren que el hueso hioides va a delatar al que apretó el cuello porque los cuernos mayores pueden irse hacia adentro y romperse, las que definitivamente saben si el hueso estaba blando cuando el estrangulamiento sucedió, las que arman el esqueleto desmembrado, coleccionismo digno del temblor de una vela, las que descifran el remoto espíritu de esos huesos como insoslayable sospecha, las indispensables en casos de desaparición y femicidios.
El cuerpo muerto habla y sus huesos son la oración que completan las forenses. Mildred Trotter, anatomista y antropóloga, fue una de esas primeras forenses que buscaban pruebas bajo la tierra. Creció en una granja familiar en Pensilvania a fines del siglo XIX, en 1920 formó parte de un proyecto de investigación (Universidad de Washington) sobre el excesivo crecimiento del pelo que experimentan los cadáveres con el que completó su maestría y su doctorado convirtiéndose en asistente junto a otras cinco anatomistas. Una beca la mudó por un tiempo a Oxford donde estudió y comparó las columnas vertebrales de los esqueletos que el Museo de la Universidad protegía (su primera publicación se llama Los segmentos móviles de la columna vertebral en los antiguos egipcios), volvió a los Estados Unidos y fue profesora titular de Anatomía hasta que se jubiló.
En 1948 y 1949 se fue a Hawai para trabajar en el Laboratorio de Identificación Central del Servicio de Registro de Tumbas Americanas. Mientras reconocía los restos óseos de los muertos en Segunda Guerra Mundial intentó nuevas fórmulas para la estimación de la estatura. Esas mediciones basadas en los esqueletos de las víctimas, se utilizaron durante años en el ámbito forense aunque está en discusión la exactitud de la medida que Mildred le daba a la tibia (demasiado corta en comparación con los datos de otros antropólogos) porque omitía el maléolo (protuberancia de la tibia y del peroné). Una confianza tal vez desmedida en la seguridad y la simetría que solo saben revelar el caos, lo dificultoso y lo disímil.
Más de cien publicaciones científicas, un premio con su nombre y muchas páginas en manuales de anatomía recuerdan su militancia para conseguir que las personas donaran sus cuerpos muertos a las facultades de medicina como donó ella el suyo a la de Washington. Bajo la tierra, lejos de la lisa mesada del claustro, el tiempo a modo de lluvia se filtra en el esqueleto violentado, rehén del poder y las postergaciones, como un presagio no solicitado que espera sentir las manos enguantadas de una forense.