La victoria después de veintiocho años de sequía parece más un desquite que un triunfo. O mejor dicho, es mucho más que un triunfo. Las verdaderas victorias no son sino a condición de haber perdido. El ser humano siembra épicas donde antes hubo pérdidas. Por eso, cuando terminó el partido, todos fueron a cubrir a Lío, a festejar la exhibición de un deportista al que le faltaba un triunfo para llevarse la gloria, el privilegio que sólo se les da a unos pocos y es esquiva a la mayoría.
El deporte permite esa identificación, no sólo a lo que no somos sino a lo que potencialmente quisiéramos ser. Nos incluimos en su desquite, así todos veníamos frustrados y pudimos desahogar las gargantas de bronca atragantada, en Brasil y en el Maracaná, lugar destacado de ese paso que no se pudo llegar a concretar en el Mundial 2014.
Y antes vimos esos tobillos ensangrentados de Messi con Colombia, y esa agarradura del tobillo de Di María desparramado solo fuera de la cancha, un tocado por la mala fortuna o por los nervios que te hacen correr más allá de las posibilidades y te doblan los tobillos y te desgarran los músculos.
El deseo, como dijo Spinetta, siempre está agazapado y te toma por las espaldas y te agarra a altura de los tobillos. Ese tobillo ensangrentado de Lío, esa mano que se tomaba Fideo, ese dolor que también nosotres sentimos, nos anotició de nuestra condición deseante. El pueblo argentino sediento, la gente quería la hazaña, en una tierra arrasada por derechas que mandan armas para diezmar pueblos hermanos, donde existen presos políticos y un nivel de pobreza inaudito, el fútbol fue el gran catalizador de un grito de frustración que se volvió gesta. Y esa gesta tiene caras y nombres a las que agregamos nuestras emociones y las imágenes que se recordarán en el tiempo.
Cuando vimos sangrar el tobillo ya no hubo otro rumor que desear un título por él, contagiosa identificación de masa según Freud, que retumbó en un grito cuando finalizó el partido contra nuestro eterno rival, y lloramos por sus merecimientos pero sobre por los fracasos que fueron los nuestros, voyeuristas de las hazañas del otro, que no solo nos identifican sino que marcan esos instantes de felicidad que se recordarán, los colores de nuestra bandera que no son sino por las caras de quienes estuvieron a nuestro lado, abrazándonos, con aquellos que no conocíamos, y con aquellos que ya no están, reconociendo que el rubor de su sudor y los gritos de sus desahogos son también los nuestros.
Esa intimidad nos recuerda que tenemos hermanos y hermanas que además de rivales están en la búsqueda de gestas por haber vivido frustraciones y derrotas que nos acercan, a través de un objeto como la pelota (que es un mensaje, como dijo Pichon Riviere), y de pedazos de nuestros cuerpos que quedan en la batalla como el inolvidable tobillo ensangrentado de nuestras luchas y gestas.
Martín Smud es psicoanalista y escritor.