En el perfecto francés que cultivara desde pequeña, una espléndida Jodie Foster, de lo más sonriente, agradeció la Palma de Oro de Honor a su trayectoria, en la edición en curso del Festival de Cannes. Digna merecedora, no exageró la nota Pierre Lescure, presidente del certamen, al decir que esta actriz y directora “representa la modernidad, la radiante inteligencia de la independencia, la exigencia de la libertad”. Tampoco Almodóvar, encargado de entregarle el trofeo, se privó de tirarle flores. “Creaste el retrato de una mujer que muestra su fuerza sin esconder sus debilidades”, fueron las sentidas palabras del manchego a esta rara avis hollywoodense, sinónimo de reserva y elegancia.
Atea interesada en rituales folclóricos, lectora devota, ansiosa por saber “qué tipo de roles me depararán los 70 y los 80, a los que posiblemente sea la única de la industria que llegue con arrugas”, Foster se reconoce una persona introvertida, que prefiere guardar para su círculo -incluso- sus convicciones políticas. Su activismo, deja siempre en claro, es el cine. Escoge sus papeles “a conciencia y en función de lo que quiero comunicar, sin intentar complacer ni al público ni a las productoras”. Mucha gente, de hecho, trató de disuadirla para que no aceptara el rol de Acusados en el ‘88, augurando el fin de su carrera por ponerle el cuerpo a la víctima de una feroz violación colectiva. Tanto ella como Kelly McGillis -que venía del suceso Top Gun e interpreta aquí a su abogada- estaban dispuestas a asumir el costo de hacer frente al tabú y darle una visibilidad necesaria.
Foster también fue fiel a sí misma cuando le cayó un tsunami de propuestas para interpretar detectives tras el rutilante éxito de El silencio de los inocentes (que este año cumplió tres décadas). Aun a sabiendas de que cortaría tickets a rolete, dijo que no: ¿para qué encasillarse cuando había otras historias que contar? Le costó lo suyo hacerse del papel como agente del FBI, pensado para Michelle Pfeiffer, que devino legendario gracias a su composición cautivadora como ambigua de Clarice Starling, contrapunto soñado para el magistral Hannibal Lecter de Anthony Hopkins.
“Dejo que mi trabajo hable por mí”, insiste la artista que, en sus más de cinco décadas de carrera, ha sido mujer salvaje en el bosque (Nell), científica que se comunica con aliens (Contacto), madre dispuesta a todo para mantener a salvo a su pichona (La habitación del pánico) y, por qué no, esposa de un marido con depresión que solo puede superar el bajón con un títere en la mano (El castor, que también dirigió), por mentar solo unas pocas incursiones. Por el peso específico de su presencia, esta estrella ha hecho crecer hasta la más mediana de las producciones. Y si hay una trayectoria efectivamente imposible de encasillar dentro de los cánones previsibles de Hollywood, ha sido la suya, que en sus orígenes cinematográficos fue chica Disney y hoy es capaz de tomarse varios años entre film y film si no le cae un guión que le interese.
Estar por estar no va con una mujer que le huye a los flashes como a la peste. Lógica la renuencia: se bancó el escrutinio público desde que era una parvulita de 3 años, edad a la que debutó en comerciales, a los que pronto le siguieron ¡cantidad! de series y telefilms. Así las cosas, cuando accede a una entrevista es la mar de encantadora, marcando -eso sí- ciertos límites. Se niega, por ejemplo, a recordar aquel episodio traumático que vivió a los 18, cuando había pausado la actuación para estudiar literatura en Yale (se recibió con honores) y un acosador -obsesionado tras verla en Taxi Driver- intentó capturar su atención… disparándole al presidente Ronald Reagan. Jodie se repuso como pudo, zambulléndose en los estudios y en obras de la universidad. Un milagro su entereza dado que, tras el incidente, recibió amenazas de muerte, y compañeros ávidos de guita vendieron detalles de su vida privada a la prensa. Otro trago amargo: su hermano Buddy publicó un libro ventilando sus intimidades, en el ’97.
“¿Te arrepentís de haber interpretado a Iris, la prostituta de 12 años de Taxi Driver?”, le han preguntado repetidamente sobre la cinta de Scorsese que significara un antes y un después en su carrera. Sin titubear, responde que “volvería a hacerla mil veces. Es extraordinaria, fundamental para entender qué fue de Estados Unidos después de Vietnam”. Lo que sí pasó mil veces es que trataran de que despotricara contra su mamá Evelyn, a la sazón su agente, que la inició precozmente en el showbiz y fue su representante hasta principios de los 90s. Lejos de quejarse por haberse convertido en el sostén económico de su flia cuando no levantaba un palmo del suelo, Jodie solo ha dispensado palabras de agradecimiento a su vieja (que murió en 2019): por cómo la cuidó de una industria implacable, cuánto la alentó para que cultivara su intelecto, cómo la ayudó para hacer la difícil transición a actriz adulta y madurar sin aparentes sobresaltos, sin caer en pendientes adictivas… Y aunque la prensa la sigue presionando para que llore a lágrima viva por haber laburado desde chicuela, Foster le quita hierro al asunto. “Te hayas criado en un monasterio en China o en una granja en Nebraska, cada niñez es singular. Yo pude viajar y aprendí un oficio que todavía adoro”, una de sus tantas defensas. Lo cual no quita que reconozca cierto toque autobiográfico en sus primeros films como realizadora, Mentes que brillan (1991) y Feriados en familia (1995), donde mostraban el lado oscuro de la familia estadounidense, con protagonistas que nunca acababan por encajar en el molde.
Nadie acorrala a Jodie, que cuida con celo la
privacidad de sus hijos adolescentes, Charlie y Kit. Los tuvo con su expareja Cydney Bernard, pero ahora -como es sabido- está
casada con la fotógrafa Alexandra Hedison, con la que anduvo paseando por Cannes.
También estuvo a su lado cuando le dieron -en forma remota- el Globo de Oro por
su trabajo en The Mauritanian, crítico
de las atrocidades de Guantánamo. Salieron en cámara con sonrisotas, luciendo sus
glamorosos… pijamas.