Dedicado a mis queridos amigos de mi adolescencia en el rugby.
Se acerca el Día del Amigo y se hace oportuno volcar algunas líneas a partir de un reciente hecho cuyo valor simbólico ilustra de manera eminente ese lazo tan especial sin el cual no hay convivencia posible. El sábado 10 de julio, la Selección de fútbol argentina venció a su par brasileña y se consagró, después de veintiocho años sin títulos, campeona de América en el Maracaná de Río de Janeiro. Entre las muchas fotos que circularon hay una que recoge una escena cuya particularidad no deja de conmover a propios y ajenos. Me refiero a la imagen que reúne, de izquierda a derecha, al capitán argentino Lionel Messi, su símil brasileño Neymar y a otro jugador argentino: Paredes. Los tres se encuentran --sentados, de espaldas y con el torso desnudo-- charlando como si, en lugar de acabar de disputar un partido transmitido a millones de personas en el mundo entero, se trataran de niños reunidos en la canchita del barrio una tarde cualquiera, en esa zona de la infancia o pubertad donde la historia se va haciendo sin que el tiempo lo advierta. Es un instante, por lo tanto, eterno. De aquellos que albergan lo más entrañable de un sujeto, esa intimidad compañera que de manera misteriosa sabe hacerle un guiño a la soledad. Allí nada importa. Sólo el hecho de estar juntos para tramitar la condición trágica que distingue al ser hablante y que sólo la capacidad simbólica del juego puede convertir en amistad.
Amistad. De esta palabra, hecha signo en la imagen que nos convoca, destaco la posición de espaldas en que aparecen las tres personas. La espalda es un lugar muy especial en el ser hablante. A diferencia del resto de los mamíferos que confían su seguridad y orientación en el olfato, la posición erecta que distingue al humano hace de la vista el sentido más privilegiado e importante. Desde la más temprana edad, un cuerpo se constituye a partir de la imagen que nos devuelve el espejo. La espalda es lo que no se ve, lo cual brinda a este vocablo una rica y equívoca dimensión. Por un lado, la espalda representa en el cuerpo el lugar de la vulnerabilidad. De hecho, bien podría decirse que la confianza de un sujeto depende de su capacidad para admitir esa fragilidad estructural por la que, en el mejor de los casos, le hacemos un lugar al otro. Así, por ejemplo, se suele decir que tal o cual nos cuidan las espaldas; frase por demás utilizada, dicho sea de paso, en los deportes de conjunto, como el fútbol, precisamente. Por el otro, las espaldas se emplean para dar cuenta de cierto poder, de aguante, de sabiduría, de potencia: “hay que tener espaldas para bancarse eso”; “semejante desafío sólo es posible para alguien con espaldas” se dice de quien puede cargar, en cierto momento, con una dura responsabilidad. Pero también las espaldas portan significados terminantes, a veces letales: “eligió darle la espalda” para quien rehúsa su compromiso; o más tremendo aún: “lo atacó por la espalda” al describir el golpe artero y cobarde de la traición.
Me gusta pensar que la foto que reúne a los dos capitanes de Argentina y Brasil reúne las dos primeras condiciones: la fuerza que proviene de admitir la fragilidad y la fragilidad que deviene en confiar en el otro, al tiempo que rechaza las dos restantes.
Se trata de una bella perspectiva de la amistad, a saber: ese otro que --incluso en el mismo y propio sujeto-- antes de juzgar, elige bancar al amigo dado que, por conocer algo de su propia y esencial fragilidad, sabe que la verdad también tiene sus espaldas.
Sergio Zabalza es psicoanalista.