En su último libro, Ideología: Nosotras en la época. La época en nosotros, Jorge Alemán diferencia dos vertientes en la dominación neoliberal: explotación y opresión. La primera pone el énfasis en la extracción de la plusvalía, mientras que la segunda da cuenta de las estrategias empleadas por los dispositivos de poder para disciplinar los cuerpos. La opresión opera sobre aquellos que se apartan de los códigos normativos: inmigrantes, minorías marginadas, negros, musulmanes, trans, queer, travestis, etc.

Dentro de la lógica de opresión incluimos la persecución y degradación en toda la región de militantes, dirigentes políticos, sindicales y sociales que se oponen al poder neoliberal. Esta persecución en la Argentina ganó terreno durante el gobierno macrista, logró capturar el sentido común y se naturalizó, inclusive dentro de algunos sectores que se autoperciben democráticos y no segregacionistas. Actualmente nadie se escandaliza al escuchar agravios como Kuka, kukaracha, chorros, choriplaneros, Albertítere, periodistas militantes, psicoanalistas militantes, etc.

Las calumnias y degradaciones atentan contra el tejido social y constituyen un signo de totalitarismo porque rechazan la diferencia y la política. Cuando las agresiones son proferidas “normalmente” como práctica cotidiana, devienen formas de vida que se sedimentan. Llegados a este punto, consideramos que es un modo social que conforma una verdadera patología democrática, un estado pre-político consistente en la lucha a muerte entre lobos enemigos.

Entendemos la lógica neoliberal de la opresión como una operación de pinzas en la que por una parte actúa el dispositivo hostil y por la otra la respuesta subjetiva de “aceptación”. Queremos detenernos esta vez en esta respuesta. ¿Qué es lo que determina que el campo popular soporte las calumnias con un silencio sacrificial que lo debilita, sabiendo que el que calla otorga? ¿Cuánto más agravio y arrogancia está dispuesto a soportar?

Baruch Spinoza ofrece alguna luz para comprender los mecanismos de dominación que actúan a favor del sometimiento, la estrategia empleada consiste en disminuir potencias. El filósofo holandés concibe al cuerpo con grados de potencia variable, capacidad de afectar y ser afectado. Las afecciones como la alegría aumentan la potencia de obrar, mientras que otras como la tristeza la disminuyen.

A lo largo de la historia, siempre ha habido tecnologías disciplinarias para dominar o manipular a los individuos para que pierdan su potencia de obrar. Lo distintivo de esta época es que los dispositivos neoliberales han logrado colonizar una instancia que Freud denominaba superyó, operación que resulta clave para entender la respuesta de pasividad, sometimiento y consentimiento de los sectores que luchan por la emancipación.

El superyó exige, hostiga a un sujeto que quedó sometido y avasallado por sus imperativos ilimitados, que resultan idénticos a las representaciones epocales que funcionaron para que el sujeto se sienta permanentemente culpable y deudor.

La paradoja del superyó, que Freud formula en El Malestar de la Cultura, establece un circuito circular entre renuncia, sentimiento de culpa inconsciente y necesidad de castigo. La cultura impone renuncias civilizatorias, pero cuanto más renuncia el sujeto, paradójicamente, aumenta la hostilidad del insaciable superyó que lo conduce a mayores autocastigos. Se trata de la actividad de un masoquismo moral que logró imponerse con éxito y no cesa de hostigar en su circularidad acéfala, compulsiva y sacrificial.

La paradoja del superyó se aplica a la relación entre el campo popular y la crueldad que ejerce la voz hostil de la oposición política: a mayor renuncia de ese campo más odio recae sobre él y, aceptando pasivamente el mal trato, más se debilita.

La resignada obediencia inconsciente del campo popular reproduce ilimitadamente la lógica del poder. El adormecimiento cómplice, que consiste en la aceptación de la indignidad y la identificación al resto, empodera aún más al poderoso.

El querido e imprescindible Horacio González afirmó, en el prólogo con que generosamente honró mi libro Mentir y colonizar. Obediencia inconsciente: “Lo que llamamos subjetividad se halla 'colonizada', y no es imposible considerarla una subjetividad cómplice, ayudada por un 'super yo' entendido como una voz suprema que propicia en secreto, susurrando en nuestros oídos, palabras como sumisión, consumo... Severo y exigente es el superyó por esgrimir su raíz pulsional. No obstante, este libro concluye con una esperanzada invocación a la sororidad que “define la relación de hermandad y solidaridad entre las mujeres” y que carga con una fuerza epistemológica y organizativa para habitar el mundo de manera no hostil.”

¿Qué clase de límite puede interrumpir la lógica de la opresión-sometimiento, que lleva a soportar pasivamente toda clase de agravios?

La lucha feminista y el peronismo constituyen dos potentes movimientos de la Argentina que permitieron la desidentificación del lugar de resto y la restitución de la dignidad.

Las mujeres salieron del lugar de objeto víctimas, fueron capaces de subjetivarse en un colectivo sororo tejiendo un límite que dijo “No es no” al maltrato y la violencia machista. Por su parte, el peronismo produjo el pasaje de los denigrados “cabecitas negras” a la conformación de masa trabajadora, que luego se transformó en el sujeto pueblo, un nuevo agente político de pleno derecho.

Está por verse si los militantes y dirigentes del campo popular despiertan de esta forma de colonización caracterizada por la naturalización del agravio y del odio que ejerce la derecha.

Nora Merlin es psicoanalista y magister en Ciencias Políticas.