Existen buenas razones para suponer que, en la actualidad, la mayor parte de la clase dirigente de los Estados Unidos desea que el proceso revolucionario cubano iniciado el 1 de enero de 1959 termine de la peor manera posible, con un enfrentamiento violento generalizado entre los propios cubanos, que podría ser seguido por una intervención militar con más o menos visos de legalidad internacional. Asegurar lo contario podría reflejar, en el mejor de los casos, una peligrosa ilusión basada en un escaso rigor analítico.
Con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial, las cosmovisiones de los políticos y funcionarios estadounidenses sobre los temas internacionales tradicionalmente se han identificado con alguna de las tres escuelas de pensamiento predominantes en ese país, a saber: el realismo político, el internacionalismo liberal y el neoconservadurismo.
A partir del fin de la Guerra Fría, en las condiciones de unipolaridad del sistema internacional, fue adquiriendo prominencia y visibilidad una tendencia conformada a partir de una suerte de alianza explosiva entre neoconservadores y liberales intervencionistas, ya sea por razones de conveniencia o afinidad ideológica, que fue intelectualmente responsable de las “guerras sin fin” en Afganistán e Iraq, así como de otras políticas de “cambio de régimen” aplicadas hacia Libia, Ucrania y Siria, por solo mencionar los ejemplos más notables.
En el mundo real, la política exterior estadounidense nunca es el resultado de los postulados y las recomendaciones provenientes de alguna de estas corrientes de pensamiento en estado puro, sino que tiende a reflejar, en cada momento histórico, un posicionamiento ecléctico a partir de un complejo proceso de debate entre los representantes de las diferentes corrientes ideológicas, cuyas respectivas capacidades de influencia relativas varían en los sucesivos gobiernos de turno. A pesar de sus notables peculiaridades, la política exterior del gobierno de Donald Trump no fue una excepción, aunque conviene resaltar, por su relevancia para el análisis de la política hacia Cuba, su propensión a evitar nuevas intervenciones militares en el exterior y, en su lugar, hacer un uso intensivo de las sanciones económicas. Durante los 175 días transcurridos del gobierno de Biden, en su política exterior se pueden identificar algunas formulaciones y posicionamientos que parecerían ser retomados, en buena medida, del gobierno de Clinton, en lugar del gobierno de Obama, del que Biden fue vicepresidente, aunque cualquier apreciación sobre este tema resulta inevitablemente muy preliminar. En lo que se refiere estrictamente a la política hacia Cuba, el hecho objetivo es que el gobierno de Biden, hasta el momento, ha evidenciado un pasmoso inmovilismo con respecto a la avalancha de nuevas sanciones contra Cuba establecidas durante el gobierno de Trump, aunque se han reiterado los anuncios sobre su próxima revisión.
Desde la perspectiva de cualquiera de las corrientes de pensamiento anteriormente mencionadas, la Revolución Cubana representa un mal ejemplo que ya ha perdurado demasiado y que debería ser erradicado, aunque por razones diferentes en cada caso.
Desde la cosmovisión del realismo político, la política exterior independiente mantenida por Cuba desde el 1 de enero de 1959 es una aberración que socava o contradice uno de sus postulados fundamentales, según el cual la pauta de comportamiento de una nación en su relación con otras naciones está determinada por su poder relativo. Dicho con otras palabras y de manera un tanto simplificada, las naciones más poderosas imponen su voluntad sobre las naciones menos poderosas, y a estas últimas, por su propio bien, no les queda más remedio que aceptar esta dura realidad. Para los realistas, se trata de una verdad de Perogrullo validada por la evidencia histórica conocida desde el Mundo Antiguo y que se mantendrá inmutable mientras existan las naciones. De ahí que la experiencia y la sobrevivencia de la Revolución Cubana les resulten tan incomprensibles y perturbadoras. Por otro lado, a los realistas les son bastante indiferentes las cuestiones relativas a las características internas de los sistemas políticos o económicos de otras naciones, o temas tales como la democracia y los derechos humanos. Para muchos de ellos, si bien se trata de aspectos muy importantes para un ciudadano en su vida cotidiana dentro de cada nación, no deberían determinar o comprometer la conducción, por parte de los estadistas, de una política exterior juiciosa y prudente concentrada en la consecución de los intereses y la seguridad nacionales.
Desde el paradigma liberal internacionalista, la Revolución Cubana también suele ser anatemizada, aunque, en este caso, sus partidarios otorgan particular relevancia a los aspectos que no son importantes –o no lo son tanto- para el realismo político. En este sentido, les resultan inaceptables cuestiones tales como la existencia de un sistema político de partido único –que, además, se denomina “comunista”-, y de un sistema económico mayormente estatalizado y con fuertes restricciones sobre el sector privado. Siguiendo la lógica del liberalismo internacionalista, la política de los Estados Unidos hacia Cuba tiene una misión que cumplir, ya sea por las buenas o por las malas, sobre todo por tratarse de una experiencia tan cercana geográficamente y tan sensible políticamente para la población cubana radicada en los Estados Unidos, principalmente en el Estado de Florida, que se comporta de manera pendular y, a menudo, decisiva en los procesos electorales de ese país.
El neoconservadurismo combina las razones de los realistas y de los liberales. Por tanto, representa la corriente de pensamiento que tiende a preconizar la política más agresiva hacia Cuba. Según esta cosmovisión, en tanto Estado hegemónico, preponderante o “líder” a nivel mundial, los Estados Unidos están en la obligación de someter a Cuba. Y el gobierno cubano haría bien en aceptar tal sometimiento, tanto por una lógica del poder, como por la superioridad universalmente demostrada por las sociedades con sistemas políticos de democracia representativa y pluripartidista, y sistemas económicos de libre mercado.
Las descripciones anteriormente expuestas son inevitablemente esquemáticas y generalizadoras, tal vez excesivamente, pero me interesaba resaltar lo esencial de cada una de esas tres corrientes de pensamiento. De ellas no debería inferirse la supuesta imposibilidad de que la clase dirigente estadounidense sea capaz de generar e implementar una política hacia Cuba mutuamente beneficiosa, auspiciadora de un diálogo político civilizado y respetuosa del derecho internacional. El gobierno de Obama demostró, a partir del 17 de diciembre de 2014, que tal política es perfectamente posible y que cuenta con un apoyo ampliamente mayoritario al interior de la sociedad estadounidense. Aquellos políticos, funcionarios o ciudadanos comunes que, por razones mezquinas, niegan u obstaculizan la posibilidad de ese camino y preconizan la violencia, el vandalismo y un bloqueo implacable en medio de la pandemia global, cargarán para siempre con la responsabilidad histórica si los acontecimientos en Cuba evolucionaran hacia un desenlace trágico o produjeran un efecto irremediablemente destructivo en las relaciones entre los dos países.
Si bien en estos momentos en los Estados Unidos no parecen existir condiciones favorables para emprender nuevas aventuras militares en el extranjero, eso podría modificarse muy rápidamente, si sucedieran hechos y procesos desestabilizadores que provoquen un irreversible deterioro de la situación en Cuba.
Roberto M. Yepe es cubano, politólogo y autor, entre otros trabajos de Estados Unidos en la postguerra fría (Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1995)