En un momento en donde está en discusión el estatuto mismo de lo artístico, de lo literario, más específicamente, la pregunta en torno a la relevancia o no de lo vanguardista se convierte en algo fundamental. La razón es sencilla de explicar: el acontecimiento de las vanguardias históricas, los llamados “ismos” (surrealismo, dadaísmo, expresionismo, futurismo, etc.), abrió la posibilidad del fin del arte. O sea, cambió la manera en la cual se pensaba el arte, ya sea por intentar restituir la relación de las prácticas estéticas con la vida (“desmuseificar” lo estético, para decirlo rápido) o por generar innovaciones en sus modos de producción. Pero, ya sea por una razón u otra, dejó como legado la posibilidad de que el arte ya no sea, no esté, se pierda como práctica, se pierdan los modos de recortarlo e identificarlo, se pierdan sus modos de valoración. Julio Premat, en ¿Qué será la vanguardia? Utopía y nostalgias en la literatura contemporánea, parte precisamente de ese panorama para pensar cómo la literatura argentina se reconoce en figuras vanguardistas de un pasado aparente para responder al clima de defunción imperante que, muy a su pesar y paradójicamente, la vanguardia dejó. ¿Cómo escribir, entonces, después del supuesto “fin del arte”?
Premat parte, justamente, de una reflexión en torno a lo vanguardista que ha marcado el tipo de acercamiento que tiene al problema del “fin”: el famoso seminario dado por Ricardo Piglia en 1990, publicado en 2016 por Eterna Cadencia con el título de Las tres vanguardias. Allí, Piglia establecía desde la producción literaria menos identificada con los “ismos”, la novelística, tres modulaciones posibles de ese espíritu: la tendencia a mantener un discurso radicalmente literario, que, a la manera de Flaubert, lleve al límite las condiciones de la escritura narrativa (Saer); la tendencia a relacionar la narrativa con el mundo de la cultura de masas (Puig) o la búsqueda de una vinculación entre narrativa y política, excediendo las separaciones impuestas por el mundo burgués (Walsh). Piglia pensaba eso frente a un fin: el del supuesto cierre de la historia por la derrota del bloque soviético, manifiesta en la caída del Muro de Berlín en 1989. Pero, también, pensaba a contrapelo de otra escritura que iba a imponerse en los 90: la de César Aira, cuyos libros irían ganándose a fuerza de repetición y circulación a un público cada vez más amplio (sin necesariamente ser “masivo”). Para Premat, esa lectura de Piglia invita, a su vez, a ver la manera en la cual el crítico y escritor pensaba su propia producción en referencia al problema de la vanguardia. Y es por eso que, trasladando la pregunta que Piglia deja como guía en sus clases (“¿Qué será la literatura?”), Premat la reformula para preguntarse ¿Qué será la vanguardia?, una interrogación que pone hacia adelante cualquier definición y habilita la búsqueda en el presente de posibles modos de ese “hacer vanguardia”.
Las reflexiones de Piglia en ese seminario “mítico” son algo más que un mero disparador: configuran también una metodología. El “orden de tres” vuelve a repetirse en Premat, quien, en lugar de ir por Walsh, Saer y Puig, arma una nueva tríada que sigue situándose en la reflexión sobre la novela argentina: Piglia, Libertella y Aira. La diferencia es que Premat apunta a pensar escrituras del presente, producciones como las de Sergio Chejfec, Gabriela Cabezón Cámara, Félix Bruzzone, Mario Ortiz, Pablo Katchadjian y Damián Tabarovsky. Pero, para poder abordarlas, debe establecer aquellos nombres propios como antecedentes, como “padres simbólicos” que proyectan su estela en las variaciones del ahora. Así, Piglia aparece como un nombre que habilita una narrativa ensayística que exhibe sus propias condiciones de producción a la manera de una reflexión desparramada en sus seminarios, en sus novelas y, sobre todo, en sus diarios. Aira resulta, a contrapelo, una escritura que se “vacía” en pos de dejar por delante un procedimiento, un modo de hacer que es mucho mejor y más interesante que lo hecho (de ahí la “fugacidad” de sus novelas, la perplejidad que producen como tentación de lo informe). Y Libertella, el nombre que sorprende en esta ubicación, por haber establecido una búsqueda de la literatura que abre la puerta de lo anacrónico: su modo de hacer vanguardia no es buscar la forma nueva como hecho político (algo que reconciliaría vanguardia estética y vanguardia política, búsqueda constante en Piglia) o como “fuga hacia adelante” (como sucede en Aira), sino en volver hacia atrás para convertir al artista en el cavernícola que escribe para su tribu, en la intimidad de una circulación menor que se despega del problema de la masividad y la lógica del best seller.
Premat arma en ¿Qué será la vanguardia? un mapa genealógico de cierta narrativa contemporánea para poder responder a la misma pregunta que se hacía Piglia en 1990: ¿cómo escribir después del fin? Mientras que en Piglia era la lectura de un fin de la historia que parecía llevarse todo por delante (sobre todo, la utopía socialista), para Premat es el estado de lo estético en un momento en donde impera cierto discurso apocalíptico en torno a la literatura y, sobre todo, en torno a la crítica. La esperanza que el libro encuentra tiene que ver con la contrapartida del mismo diagnóstico: la literatura existe más allá de su cierre, en una sobrevida, a la manera de un fantasma que, dado por muerto mil veces, todavía regresa. ¿No será, entonces, que esa supuesta “muerte” de la literatura ha sido su condición histórica por definición? Porque, para Premat, que las escrituras del presente regresen a los postulados de la vanguardia nacional en las variaciones establecidas por Piglia terminan por cambiar el valor de lo vanguardista: en este momento, la vanguardia es la posibilidad de una sobrevida de lo literario, no su fin.
La sólida revisión de las propuestas de Piglia y el recorrido por la obra de Libertella y Aira se convierten en los puntos centrales del libro, quedando, por cuestiones esperables, apenas como mención el conjunto de obras que indicarían un modo de recuperación de las propuestas vanguardistas de estos nombres. La escritura del presente se convierte en inabordable porque está pasando justamente ahora, pese a que observaciones sobre la producción de Katchadjian o Tabarovsky resultan poderosamente interesantes y dignas de ser retomadas en otros textos. Premat se pregunta, en definitiva, de qué modo puede todavía construirse un discurso utópico en un mundo que ha perdido toda utopía: no por nada aparece como clave la lectura de trabajos como Melancolía de izquierda de Enzo Traverso. Quizás, la literatura, en ese resistirse a una disolución sin nombre, aún a riesgo de ser resto o hasta fantasma, es una forma posible de todavía seguir insistiendo en el mundo, de mantener alerta su espíritu crítico. Bien lo dijo un músico en un momento también espectral, repitiendo algo dicho por otra persona, pero con un tono propio: la vanguardia es así.