Algo está sopesando.

Hace unos días revisaba a mi compañera postiza y me di cuenta de que notó el desgarrito en el antepié. Vi como reflexionaba y me puse en el lugar de ella, porque una pequeña herida no es más que el preludio de una lo suficientemente grande para que haya que pensar en lo que va a suceder y en que las posibilidades de que no sea doloroso serán mínimas. Porque el abandono es terrible, una soledad sucia y duplicada. Lo que se puede pretender, a lo sumo, es un retiro y un posterior olvido para languidecer en algún lugar silencioso y oscuro donde la única compañía es un grupo de congéneres, tan callados como una misma. ¿Qué cómo lo sé? En mi caso he visto que tiene una tendencia a no deshacerse de las cosas.

Tiende a conservar las cosas y a eso atribuyo, también, la manera con que observaba a mi compañera postiza.

Todas llevamos impregnado el aliento vital, él ánima, del que nos corresponde y he visto una vez, al visitar un museo ―no sé si ella lo recuerda―, las ropas, los enseres, y los utensilios de quien era el padre de la patria de aquel país. Es claro que ése, tal vez, es el mejor destino que podríamos pretender. Muy improbable, por decirlo de un modo neutro.

Podría pasar, sí, que, nos tocara ser olvidadas, como algunos que he visto, dentro del cajón. En el caso de que sucediera eso, enfrentaríamos el tedio un poco límbico, hasta que el tiempo, por fin, acabara con nosotras.

Los tres hemos andado mucho juntos, y considerando su hábito de no deshacerse de sus pertenencias, quizás podríamos pretender un destino así, de una tranquilidad larga y cada vez menos consciente, como un adormecimiento.

No sé si mi compañera postiza piensa o siente lo mismo que yo. No lo creo por la manera con que experimentaba su inspección. Yo sé que quería ocultar el desgarrito.

Para ella debe ser un calvario porque sabe que después de cada sesión de trote está más rota allí, o, en el mejor de los casos, más debilitada. Me apena mucho y tengo miedo, también, porque yo voy con ella, aunque eso no debería haber ocurrido.

Yo no debería estar con ella, ni compartido su destino. Ni siquiera somos del mismo tamaño. Parece un disparate, pero es así porque él tiende a familiarizarse con lo que adquiere y cuando algo le gusta, repite. Lo concreto es que tiene otras dos como nosotras y las dejó allá en la casa y el barrio que todas conocemos de memoria. Pero hace tiempo cometió un error y nos separó de nuestras compañeras: quiero decir que nos juntó a ella y a mí, que, insisto, no somos ni siquiera del mismo tamaño, porque él suele amoldarse a ambas medidas indistintamente.

Y ella y yo hace rato que andamos juntas desbaratando el destino usual que solemos tener y que es el de andar de a pares, siempre el mismo, quien sabe hasta cuándo.

Las cosas hermosas suelen realzarse cuando son efímeras o cuando se va sabiendo que las oportunidades de que vuelvan a suceder son escazas. Acabamos de llegar. Salimos a correr y tuvimos la dicha de contemplar el mar. Todo se sentía un poco misterioso por la luz gris, la llovizna, la ausencia de gente en ese lugar que suele estar tan transitado. Pero la consecuencia, después del momento tan lindo, es que la herida de mi compañera se debe haber agrandado. No pude verla de frente como él, yo estoy a un costado, quieta y asustada.

Fue un paseo mejor que otras veces cuando hace mucho calor. Lástima que no hayamos podido descansar tranquilas, sobre todo ella que hace unos instantes estaba en sus manos y no para ser admirada, por cierto.

No es la primera vez. Ya lo dije: lo noté hace algunos días y, también, me tocó pasar por la misma experiencia. Algo está considerando y por eso nos observa. Yo, más o menos, sé a qué atenerme. Al final, creo que mi compañera de allá, terminará siendo más dichosa.

Así es. Una paradoja porque ella se quedó por un error y también porque está muy herida en su contrafuerte. Culpa de los perros que suelen ser nuestra mayor desgracia y que pueden acabar con nosotras en un rato, destrozándonos mientras damos alaridos de silencio, qué otra cosa.

Tengo que reconocer que fue, que es divertido andar con él. Es inquieto y el cansancio vale la pena: donde va es porque tiene ganas. Se nota. Yo lo quiero y ella, me refiero a mi compañera postiza, seguramente, también.

Me cuesta pensar que, tal vez, ésta fue la última vez que salimos a correr a la orilla del mar.

Llegó como si estuviese apurado y dejó una mochila de tela liviana y negra sobre una silla. Se sentó en la cama y reflexionó unos minutos. Después se levantó enérgicamente y se calzó un short rojo y una chomba, también roja. Me di cuenta de que íbamos a salir de nuevo. Se puso los soquetes cortos grises y tomó a mi compañera postiza para observar el desgarrito.

Había menos gente de lo esperado. Al terminar el trote nos dejó en la playa con la llave de la habitación dentro de mí y se fue al mar con la chomba puesta como hace siempre. Se metió enseguida y, como siempre, después de unos minutos, salió y fue a sentarse con nosotras, una a cada lado, donde hay sombra. Esperó a secarse un poco y, descalzo, empezó a volver al hotel.

Se duchó y se acostó después de correr las cortinas porque le gusta la penumbra. Nos dejó cerca de la mesa, y de la mochila negra.

Se levantó pasada una media hora y buscó la mochila. Empezó a vaciarla y fueron saliendo los regalos que suele comprar cuando viajamos. Perfumes, recipientes para ciclistas, alguna prenda de mujer, calzoncillos, medias, y finalmente dos congéneres de color gris perla con suela y cordones negros, ojales triangulares de metal y, debo decirlo, hermosas. Para peor, claramente de otra categoría. Se dio vuelta y se quedó un buen rato contemplándonos. Mi compañera parecía ensimismada, como si no le importase demasiado o como si se resignara.

Como siempre se tomó un buen tiempo para armar la valijita de mano con la que suele viajar. Colocó a las nuevas junto a los mocasines con suela de goma que siempre lleva. Mientras, nosotras esperábamos. Todavía quedaba un poco de lugar.

 

Nos miró un largo rato. Después tomó a mi compañera postiza y le dio un beso en el desgarrito, un beso casi intenso. La dejó, me alzó a mí y también me beso en medio de la hilera de cordones. Me dio un poco de vergüenza porque debía estar oliendo bastante. Nos posó encima de la mesita. Se calzó los zapatos de descarne, alzó la valijita, se detuvo a reflexionar unos instantes y abrió la puerta. La dejó abierta y salió al pasillo. Alcancé a escuchar que le decía a la señora que limpia y ordena las habitaciones que había dejado dos zapatillas que estaban en buen estado. La mujer le preguntó cuál era su cuarto.