Discutimos sobre las leyes frecuentemente. Legisladores, juristas, periodistas, sociólogos, psicoanalistas o ciudadanos de todo tipo debatimos sobre derecho laboral, penal o civil. Leyes sancionadas, derogadas, vetadas o posibles. Las defendemos o las cuestionamos. Con fundamentos o no, conversamos sobre las paritarias, la edad de imputabilidad, la inmigración, los medios, la corrupción o la violencia de género, entre tantos temas. Es que hablar de la legislación no es ni más ni menos que pensar en los problemas sociales. 

Dejemos de lado las arbitrariedades manifiestas de algunos jueces así como también las transgresiones en que numerosos sujetos incurren. Es decir, no nos ocupamos aquí de los abusos de poder y aun así, las leyes continúan resultando problemáticas. Su aplicación casi nunca es sencilla y, mucho menos, automática o neutral. 

Suele decirse que el arte tiene la capacidad de anticiparse; los artistas logran identificar prematuramente determinados rasgos sociales o singulares. Las leyes, en cambio, no. Como la ciencia, las leyes siempre llegan después, tarde. Y no se entienda esto como una crítica o un agravio, pues aquella demora, creo, está en su naturaleza. 

Necesario es, siempre, sofocar la violencia, la ajena y también la propia. Pero el mayor pecado será desconocerla o bien adoptar posturas ingenuas, cándidas. Y aquí la ley, postulado indudable, tiene un lugar privilegiado. Sin embargo, insisto, la ley llega tarde (y cierto es que esta cronología no la invalida) y, más aun, solo recubre una porción de la violencia y de la conflictividad. Esto tampoco la inhabilita. Se trata, pues, de reconocer lo que Freud, en El malestar en la cultura, designó como insuficiencia. Sostuvo que una de las fuentes de dolor humano es la “insuficiencia de las normas que regulan los vínculos recíprocos entre los hombres en la familia, el Estado y la sociedad”. Agregó, a su vez, que a esta fuente de dolor “lisa y llanamente nos negamos a admitirla, no podemos entender la razón por la cual las normas que nosotros mismos hemos creado no habrían más bien de protegernos y beneficiarnos a todos”. Nos legó de ese modo una doble enseñanza: admitir dicha insuficiencia y, a su vez, comprender por qué nos negamos a admitir que las normas no son suficientes. ¿Acaso cuando la ley tipifica ciertos delitos no deja de lado numerosas formas de la violencia?

En otro texto dirá Freud que “dada la lentitud de las personas que guían la sociedad no suele quedar otro remedio para corregir esas leyes inadecuadas que el de infringirlas a sabiendas” (¿Pueden los legos ejercer el análisis?). Y no se crea que Freud hacía apología del delito. Nada más lejos de ello. Ambas citas, pues, ponen en evidencia los dos rasgos ya mencionados de las leyes: su tardanza y su insuficiencia. 

Expresado de un modo algo genérico, digamos que el propósito de la ley, su campo de aplicación, queda habitualmente circunscripto al sadismo, a la crueldad que unos ejercen sobre otros. De hecho, la antigua cláusula del derecho romano que sentenciaba dura lex, sed lex (la ley es dura, pero es ley) tuvo por función limitar el poder de los propios gobernantes, pues se indicaba así que hasta los poderosos debían someterse al imperio de la ley. 

Con ello, no obstante, aludimos a un momento particular: la aplicación de la ley, y así nos resta pensar el momento de su creación, el proceso legislador. En ese trayecto quizá convenga también prestar atención al masoquismo y no tan solo al sadismo. Que no haya confusiones: si pronuncio masoquismo no estoy pensando en las víctimas de ningún tipo de delito, sino en aquella tendencia humana capaz de producir prácticas (en este caso determinadas por las leyes) capaces de agravar el problema que se pretende resolver o, al menos, afrontar. 

Una particular enseñanza podemos extraer de la genial novela El nombre de la rosa, de Umberto Eco. Todos recordarán que Guillermo de Baskerville es convocado a desentrañar el por qué de una sucesión de muertes (luego reveladas como asesinatos) cuya razón se originaba en el afán de los sacerdotes por acceder a un supuesto libro de Aristóteles sobre la risa y que Jorge de Burgos escondía celosamente en la biblioteca. El ocultamiento tenía un motivo: aquel libro, al menos para el viejo ciego, era la representación material del mal, la expresión de las máximas herejías. Una parte de la genialidad de la obra consiste, entonces, en que su autor nos propone dos enigmas, uno explícito y otro no: el primero es sobre la causa de las muertes; pero el segundo es ¿por qué si Jorge de Burgos condenaba ese libro, por diabólico, no lo destruía? ¿Por qué conservaba en el centro de la abadía una obra a la que consideraba fuente de todas las desgracias? 

Hay allí una brújula que nos orienta: la pregunta por la criminalidad (primer enigma de la novela) encubre nuestro involucramiento con el mal (segundo enigma). El horror que nos provoca la violencia nos permite imaginar que somos ajenos a ella, pero la fascinación que nos promueve denuncia que nos involucra. Recordemos que el mandamiento “No matarás”, decía Freud, sólo es entendible en tanto pertenecemos al linaje de una interminable cadena de generaciones de asesinos. 

Frente al interrogante sobre por qué se produce la violencia, la teoría freudiana sugiere partir de un interrogante inverso: no sólo por qué puede imponerse la tendencia a la supresión de lo vital, sino cómo ha podido crearse un universo complejo en que predominen la ética, la solidaridad y la ternura. Si en lugar del interrogante sobre cómo pueden aparecer la ternura y la solidaridad solo expulsamos proyectivamente lo que ingenuamente creemos ajeno, quedaremos injustificadamente sorprendidos por su retorno.

De modo que no nos preguntamos tan solo por el por qué de la violencia sino, más bien, por cómo crear algo diverso de ella. Y dicha diversidad, que enlaza la ética y la ternura, supone construir lo afín y lo diferente con el otro. Sostener la diferencia nos preserva del retorno a la monotonía, en tanto el encuentro con la afinidad, resulta necesario para que ninguno de los términos arrase con el otro. Sin afinidad solo resta la expulsión del otro, mientras que sin diferencia solo queda una homogeneidad empobrecedora. En suma, podemos pensar la violencia como la resultante de suponerse no representado en el otro.

Freud desarrolla la tesis del antagonismo entre exigencias pulsionales y las restricciones impuestas por la cultura. No es el antagonismo la condición de la violencia, ya que aquél, el antagonismo, es la transformación de la violencia en tanto le da figurabilidad, expresión y vías de resolución. La violencia, en todo caso, se despliega cuando prevalece la tendencia a suprimir el antagonismo. 

Las exigencias culturales, entonces, suponen el trabajo de limitar la tentativa de una satisfacción pulsional irrestricta, de restringir la omnipotencia del narcisismo, esto es, la cultura exige una renuncia pulsional. Ahora bien, si las leyes nunca resultan suficientes, ¿no será pertinente pensar que además de una restricción a las exigencias pulsionales, el trabajo colectivo también requiere admitir la limitación de las exigencias culturales? Podemos plantearlo así: una ley que exprese los imperativos éticos deberá sostenerse en la ternura resultante de la renuncia pulsional. 

Es que si las tendencias agresivas debemos contarlas entre nuestras mociones constitutivas, los imperativos éticos, en cambio, son una conquista de la humanidad.  

* Doctor en Psicología. Psicoanalista.