Los primeros movimientos de Pinamar, debut en solitario de Federico Godfrid –director, junto a Juan Sasiaín, de La Tigra, Chaco (2009)– pueden traer a la memoria otras imágenes de otros tantos films nacionales de las últimas dos décadas. Al fin y al cabo, la visita de uno o varios personajes a algún paraje de la costa bonaerense –preferentemente, fuera de la estación vacacional–, merece a esta altura la categorización de recurrencia narrativa y estética. Pero el viaje de Pablo y Miguel, dos veinteañeros interpretados por Juan Grandinetti y Agustín Pardella, tiene una razón tan concreta como dolorosa: su madre acaba de morir y, siguiendo sus deseos, las cenizas serán esparcidas sobre la superficie del mar. A esa despedida, que viene potenciando las tensiones entre los hermanos –de carácter disímil, opuesto incluso– desde el tránsito en la ruta, se le suma la posible venta del departamento de veraneo familiar, un típico piso pinamarense. Un lugar que el espectador puede imaginar lleno de recuerdos alegres, pero que la pérdida reciente recubre con una pátina de tristeza y melancolía. “No tenía claro que parte de la historia giraba alrededor del recuerdo de la infancia de los personajes”, afirma Godfrid en conversación con PáginaI12. “Sí sabía que tenía un espacio, ese departamento, que pertenece a mi familia. Siempre me gustó el aspecto invernal de esas ciudades de veraneo, a tal punto que muchas veces fui fuera de temporada a estar solo, a armar rompecabezas. Esos edificios, esas moles blancas con las persianas bajas, esas calles de cemento donde no circula nadie”.
El largometraje tuvo su estreno mundial el pasado mes de septiembre en el Festival de San Sebastián y de allí viajó a otro evento cinematográfico en Biarritz, para presentarse un mes después en el Festival de Mar del Plata. Casualmente o no, tres destinos turísticos con playa frente al mar. Respecto del prolongado lapso que le tomó la concreción del proyecto, el realizador comenta que la idea surgió “luego de que el recorrido de La Tigra, Chaco estuvo terminado. Uno siempre se queda con la idea de que fueron cuatro semanas de rodaje, pero en total fueron unos seis años de laburo, porque entre que se empieza a desarrollar y escribir el guión, luego a filmar y finalmente a editar... transcurre mucho tiempo. Originalmente, había otra historia que iba a transcurrir en La Cumbre, Córdoba, pero ese proyecto naufragó por su propio peso. Casi dos años después, en 2012, surgió la idea del departamento de mi familia y junto con Lucía Möller, la guionista, comenzamos a visitar regularmente Pinamar y a trabajar a partir de ese espacio.”
–¿Hay muchos elementos autobiográficos en la historia?
–El primer disparador fue el lugar, el departamento de mi familia. Luego pensé en dos hermanas, pero eso cambió más tarde y se transformó en dos hermanos. Lucía trajo a la película la cuestión del duelo: ella tuvo que tirar las cenizas de su madre junto con su hermano. A partir de ese combo comenzó a armarse la historia, pero no hay ningún elemento realmente autobiográfico que haya intervenido en la escritura del guión.
–El viaje a la costa es el punto de partida o una parada intermedia en muchos films argentinos...
–En un punto no tuvimos mucha conciencia de eso. Sabíamos que no había ninguna película que se llamara Pinamar. Lo más fuerte era trabajar desde un espacio que yo conocía y, quizás, si hubiera tenido una casa en La Pampa el desarrollo hubiera partido desde allí. De hecho, todo lo que sucede en la historia tiene alguna referencia a algún lugar que conozco. No hubo una búsqueda de locaciones en un sentido tradicional. El bowling que puede verse en cierta escena es, en la vida real, casi el único sitio que está abierto en invierno por la noche. Inevitablemente, allí iba a ocurrir algo en la película. El boliche bailable, en cambio, es el resultado de algo más complejo. Investigamos mucho con los chicos que tienen papeles secundarios, todos ellos habitantes del lugar. Una de las pasiones en Pinamar, fuera de temporada, es meterse en casas desocupadas para divertirse; no casas abandonadas, sino deshabitadas temporalmente. Eso nos llevó a buscar un espacio para una escena puntual, pero era muy complicado conseguir autorización para filmar en uno de esos inmuebles vacíos. Finalmente surgió la idea de usar un cabaret abandonado, que sí pudimos conseguir para filmar.
–Juan Grandinetti es hijo del reconocido actor. Pardella, en tanto, además de la actuación dedica parte de su tiempo a la música. Violeta Palukas, que interpreta a la amiga de la infancia que viene a despertar el deseo en los chicos, no participaba en una película desde su rol en Infancia clandestina. ¿Cómo fue el proceso de casting?
–Fue un casting muy extenso: para los Pablos y Migueles posibles vimos a unos doscientos chicos de entre 18 y 25 años, sin definir de antemano un physique du rôle para cada personaje. A Agustín ya lo conocía y se lo puede ver en Un amor, de Paula Hernández, entre otros títulos. El tipo es un tren a toda velocidad y ya lo tenía “relojeado”. Con Pablo fue más complicado. Vi muchos buenos actores, pero ninguno de ellos me cerraba como Pablo. Alguien me sugirió a Juan Grandinetti, a quien no conocía; luego caí en la cuenta de que lo había visto en una obra, Vestuarios, de Javier Daulte. Llegó al casting y ahí mismo supe que era el adecuado. Al verlo junto a Agustín, por supuesto, no me parecía que dieran para hermanos ni de casualidad, ya que no había un parecido físico, excepto en los ojos. Pero si yo logro creer que son hermanos el público también debería hacerlo. Casualidades de la vida, a Agustín lo contrataron unos meses después del rodaje de la película para una serie, en la cual hace de hijo de... Darío Grandinetti. A Violeta la había visto en Infancia clandestina y al observarla a través de la cámara nos dimos cuenta de que era ideal. Comenzamos con los ensayos en Buenos Aires y después nos fuimos al departamento de la costa varios fines de semana. Lo fundamental era empaparse del lugar, vivir Pinamar, conocer a la gente de allá. Creo que eso hizo que las escenas estuvieran pre vividas, de alguna manera, facilitando el momento posterior con la cámara, los micrófonos, los técnicos.
–A nivel visual, Pinamar tiene una impronta melancólica y algo fría. ¿Cómo fue el trabajo junto al director de fotografía, Fernando Lockett?
–Lo fundamental en esta película era que las actuaciones estuvieran siempre bien y lo que menos deseaba era un trabajo de fotografía que tuviera de rehenes a los actores, esa situación del tipo ‘no te muevas mucho que me entra un rayito de luz que no me gusta’. La idea era que la tecnología acompañara. El director de fotografía original era Iván Gierasinchuk, pero un problema personal grave le impidió hacer el trabajo, justo en los primeros días de preproducción. Allí surgió la idea de llamar a Lockett, con quien empezamos a diseñar las escenas en planta. Durante el rodaje era notable como aparecía la magia Lockett, como por ejemplo la escena del rap, un plano secuencia que no estaba planteado así en un principio. La película terminada tiene incluso algunos ‘planos robados’, que no estaban destinado a ser los finales, pero que Fernando hizo con mucha prolijidad. Hubo mucha charla previa y el intercambio fue muy fructífero; en ese momento decidimos qué cámara y qué lentes íbamos a utilizar para lograr el tipo de imagen que queríamos.
–¿Durante el montaje de la película se decidió hacer cambios al plan original?
–Fue un trabajo de montaje largo, de un año y medio, porque quisimos hacerlo con esa dinámica. No siempre se puede por cuestiones de tiempos pautados de antemano. Pero no fue un año y medio de trabajo continuo: fue editar, detenerse, volver a ver, repensar. Hay una cuestión de ajustar tiempos que Pinamar permitió. Desde el diseño de producción armamos muchos planos con diversas puestas de cámara, teniendo en cuenta el eje de la mirada de los actores, con mucho plano y contraplano, de manera de poder reconfigurar las escenas en el montaje, por ejemplo, eliminando algunos fragmentos de diálogos. Hay escenas que en el corte original duraban seis minutos y terminaron finalmente en un minuto y medio. Ahí también hubo magia, la de Valeria Otheguy, la montajista.
–El film logra cruzar un tono intimista con algunos elementos de la comedia romántica. ¿Fue algo buscado?
–¿Se refiere a la última parte, al final? Con La Tigra, Chaco probamos muchos finales alternativos y todos eran un mamarracho, excepto el que se puede ver en la versión final. Pero esa película no tenía un tercer acto y siempre me pareció que Pinamar debía tenerlo; que hubiera preguntas pero que no dejara todo abierto. Hay dos tramas muy fuertes que competían entre sí, tanto en el guión como en el rodaje, y el miedo más grande era que la trama de amor o romántica eclipsara la de los hermanos. Quizás por haber visto mucho cine es que gran parte del público siente más atracción por la trama amorosa, y es por eso que había que hacer un esfuerzo para que una no devorara a la otra. El final de la película no estaba en el guión original, pero nos parecía que era una manera de reforzar la idea de crecimiento del personaje de Pablo, empujado por el hermano. No lo habíamos pensado en términos de comedia romántica, realmente, pero puede que tenga ese efecto. Quizás tenga que ver con esos grandes motivos visuales que uno no sabe bien por qué, pero funcionan así. ¿Nos miramos en el espejo cada vez que reflexionamos sobre algo importante? Creo que no, nadie lo hace. Pero el cine nos enseñó a verlo de esa manera. Lo cual me recuerda otra cosa: trabajamos mucho para romper algunos clichés; por ejemplo, el de la escena de las cenizas de la madre. Con la notable excepción de El gran Lebowski siempre es igual: las cenizas al viento, un momento solemne. Consulté con mucha gente que pasó por ese momento y, en general, todos me contaron que nunca es tan perfectamente conmovedor. Ni siquiera las cenizas son como en el cine, suelen ser trozos más grandes. En Pinamar, tratamos de que fuera un momento extraño, con algo de patetismo y que incluso generara alguna risa.