Estamos un poco nerviosos, bastante chispeantes por la cerveza, y acabamos de hacer una pendejada, pero la única pendeja soy yo, que tengo 25. Ellos dos son mucho mayores, ya son periodistas conocidos, uno de ellos legendario. Tratamos de no mirarnos para no reírnos, pero no nos sale y nos tentamos. Hicimos hace un rato una ronda entre cinco para decidir quién se subía a la tarima de esa vereda del barrio periférico de La Habana, para agradecerles a los vecinos el recibimiento apabullante que nos acaban de dar.
Es que todo fue muy rápido. Hace ya casi dos semanas que estamos en Cuba recorriéndola en una Van, con dos choferes que son veteranos de Angola y con los que después de 5000 kilómetros tenemos trato casi de parientes. Esta mañana volvimos a La Habana porque es hoy el día en el que se cumple el aniversario por el que fuimos invitados: hace 35 años se crearon los Comités de Defensa de la Revolución (CDR), que son en realidad cada manzana de cada barrio de cada ciudad de la isla.
Hoy en la Van, apenas entramos a la ciudad, preguntamos qué haríamos a la noche, y nos dijeron “nada, cenan en el hotel”. Es que la invitación había sido a propósito del aniversario de los CDR, pero consistía en conocer el país de punta a punta. El festejo en cada comité esa noche era colectivo pero al mismo tiempo íntimo: los vecinos que se conocen de toda la vida saldrían a festejar en las calles de sus barrios su organización, nos dijeron, que en tiempos tensos incluían la defensa militar de la isla, pero que ahora funcionan como el cuidador de la manzana, donde se sabe si en la cuadra hay una o más embarazadas que eventualmente necesiten un médico, si algún viejo vive solo, o es el lugar a los que acuden todos los que tienen algún problema.
No estaba contemplado que nosotros, cinco periodistas argentinos, fuéramos a ningún festejo porque los CDR no estaban para ser mostrados. Nosotros, que nos habíamos conocido en Ezeiza, pasamos los primeros días divididos en dos grupos (tres a favor, dos en contra --de Cuba--), pero con el trajín del viaje nos hemos llevado bien. Uno de los “en contra” dijo en la Van que queríamos ir esa noche a algún festejo. Los otros le decíamos que no, que estaba bien así, que los dejáramos tranquilos. El que insistía era un tipo de un diario del sur muy de derecha, cuyos dueños habían estado involucrados en crímenes de lesa humanidad. En ese entonces eso no se decía así. La democracia tenía un par de años. Pero en Ezeiza ese periodista se había confesado suelto de cuerpo, cuando los demás nos extrañamos de que lo hubieran invitado y se lo dijimos. “Voy a conocer, pero después voy a decir toda la verdad”, nos dijo, como si ya conociera Cuba y como si ya supiera cuál era la verdad que contaría. Los demás resoplamos. Era un anticubano redomado.
Esta tarde, uno de los choferes atendió su reclamo, pero dijo que él no podía resolverlo. Que tenía que consultar. Que debería ser cualquier otro CDR pero no el de su barrio, porque eso podría ser tomado como una “influencia” que nadie deseaba. Consultó y le pasaron al rato los datos de una manzana de un barrio cualquiera.
A la nochecita llegamos, después de más de media hora de viaje. Bajamos de la Van; los “a favor” sentíamos vergüenza ajena porque estábamos interrumpiendo con nuestra presencia un festejo que no era para nosotros. Sin embargo, apenas entramos al barrio, vimos un pasacalle hecho a las apuradas que decía “Bienvenidos hermanos argentinos”. Y del otro lado vimos a un centenar de hombres, mujeres y niños y ancianos aplaudiéndonos y festejándonos.
Esa gente sencilla vino a saludarnos. Nos hundimos en un mar de brazos, abrazos, besos, caricias en el pelo, carcajadas. Nos habían preparado la mesa de honor. Nos llenaron de regalos: los niños habían hecho manualidades para nosotros, muñecos, maderas pintadas, collares de piedritas, dibujos con marcadores. Llenaron nuestra mesa con todos sus manjares caseros de frijoles, aguacates, boniatos rellenos, ensaladas de hojas verdes amargas y rociadas con un aceite perfumado de pimiento.
Y después empezó el espectáculo. Vimos subir a diez niños que se pararon en fila sobre la tarima y comenzaron a recitar muchas estrofas del Martín Fierro, más de las que yo sabía, más de la que cada uno de nosotros memorizaba. Las habían aprendido esa tarde, cuando les llegó la noticia de la visita. Y esas vocecitas diciéndonos lo que era nuestro y no sabíamos fueron en cuestión de segundos perforando nuestra emoción. Terminamos aplaudiendo y temblando porque toda esa fiesta que era de ellos nos la estaban cediendo.
Había que agradecer. Nos juntamos los cinco y decidimos que por supuesto el indicado para subir a la tarima era el del diario del sur, el que creía que sabía la verdad. El otro “en contra” no era tan rígido: había votado lo mismo, muerto de risa, porque era el que mejor sabía el encono y la bilis que el del sur había traído ya puesta.
Ahora el del sur ya está arriba de latarima. Lo miro a Enrique Sdrech y lo miro a Ariel Delgado, los miembros de mi grupo “a favor”. Nos tentamos porque si a nosotros ese amor nos ha abrumado, sospechamos que a él también, pero sabemos que lo corroe una aversión intensa. Hicimos una pequeña trampa justiciera designándolo delegado. Que hable y que agradezca, si lo vimos sorprenderse, dejarse abrazar y conmoverse con el recitado de los niños. El toma el micrófono que acopla.
Lo vemos transpirar, su camisa está empapada. Nos mira y le hacemos gestos de “vamos para adelante”, y volvemos a reírnos a carcajadas. Pero cuando comienza a hablar, le escuchamos dar las gracias, y apenas termina con lo de rigor agarra más fuerte el micrófono y se lo acerca a la boca, y parece a punto de una arenga inflamada. Los miro a Enrique y a Ariel. Ya no nos tentamos, estamos expectantes porque no sabemos qué podrá salir de su boca.
Aspira el aire y hace abanico con las manos antes de empezar a hablar otra vez, pero ahora en un tono más alto y sin hilván, con mala gramática pero con entrega. Lo que dice es que los pueblos nunca deben separarse, que la gente de Cuba es maravillosa y que nunca pensó vivir una noche como ésa, hermanos cubanos, siempre los voy a llevar en mi corazón, dice golpeándose el pecho. Después se pone a llorar, y ahí van los niños a rodearlo, a abrazarlo, a llenarlo de besos otra vez.
Con Enrique y Ariel nos deshacemos de felicidad entre lata y lata de cerveza. “Fue un aporte”, dice uno. Después los vecinos nos sacan a bailar a los tres. Sólo los muy ancianos se quedan en sus sillas. Lo demás es fiesta pura, familiar, vecinal, de cadera y hombro, de cuerpos y ánimos dispuestos a divertirse en ese pequeño punto del planeta en el que los vecinos de una cuadra celebran su modo de vivir.