No lo había pensado demasiado. Como muchas otras veces tampoco sabía lo que iba a ver. Ni siguiera conocía el teatro. Esa tarde de domingo habíamos salido a pasear por Uribelarrea con mi amiga Dani. Fue un día hermoso. Tomamos, comimos. Luego paseamos por el pueblo. Sabíamos que para poder llegar a la hora de la función en CABA teníamos que salir temprano de allá, pero el día brillaba, y las viejas pulperías no te querían largar, daban ganas de tomar una cerveza en cada una. El ambiente tiraba para quedarnos. Pero la cuarentena de la que veníamos hizo lo suyo. Las situaciones extremas ponen las cosas en su lugar. Dan perspectiva, contraste. Como si algo en la homogeneidad de esa vida cotidiana que uno construye sin darse cuenta comenzara a resquebrajarse. A mostrar las cosas que verdaderamente valen. El teatro era una de ellas. Si bien era parte de mi vida nunca antes había tomado conciencia del lugar tan troncal que ocupaba.
Esa tarde en Uribelarrea le dije a mi amiga que volviéramos. Quería estar, necesitaba volver a ver teatros después de tanto tiempo. Una necesidad que no había experimentado antes. Solo se necesita lo importante cuando falta.
Llegamos al Teatro Moscú sobre la hora. Una sala chiquita, cuidada, afectuosa. Eso me gustó. La necesidad que había surgido en mí se sentía también en los otros. Era compartida. La gentes estaba contenta en la vereda. La alegría flotaba en el aire. Sobraban las ganas.
Dieron sala. Entramos a ese mundo maravilloso en que desde lo oscuro nace la vida.
Recuerdo eso. Un escenario oscuro con luz focal, ocre, iluminando la escena. Silencio. Un cuerpo que se mueve sonoro. Lento. Relincha. Hay sonidos. De zapatos, de una boca. Es difícil tomar dimensión de que perdimos la presencia. Nuestra vida se bifurcó. Tan acostumbrado durante meses a la “virtualidad”, ahora estaba ante un cuerpo en pura presencia. Quizá sirva todo esto para restituir la potencia descomunal que ese hecho tan complejo tiene.
Un cuerpo presente.
El amante de los caballos es la historia de una hija abriéndose paso a su propia historia. Al arduo proceso de trabajo con las huellas de un padre. Era un padre con una particularidad, pero no viene al caso. Fue la ludopatía como pudo ser otra cosa. Era una hija trabajando con su propia historia en el sentido más visceral. Trabajando con los propios relatos que la constituyeron hasta volverse materia, carne, una forma exacta de estar, de caminar, de hablar, y hasta de susurrar.
Me tocaba particularmente. Esos meses de cuarentena habían traído consigo un golpe a nivel familiar también para mí. Una internación de mi papá que movilizó todo lo que estaba latente. El vínculo con mi viejo, ese pedazo de mi propia historia que yo también estaba aprendiendo a reescribir. Otra vez la realidad poniendo blanco sobre negro para distinguir lo vital de lo accesorio.
Al terminar la obra ya no había dudas. Debía volver a tomar clases de teatro. Devolverle al cuerpo el valor que su propia ausencia durante la cuarentena me había enseñado. Esa idea que tanto dilaté estaba ahí. Delante mío. Y si algo había aprendido en ese 2020 es que uno paga lo que pospone.
Así que llamé a esa sala
que había sido, sin saberlo, tan hospitalaria a la combustión interna por la
que pasaba. Me anoté. Tuve la suerte ¿causalidad? de quedar en el grupo que
coordinaba la actriz de aquella misma noche. Ana. Esa que me había conmovido
hasta unas lágrimas extrañas, inesperadas. Esas que abren mundos, o más bien
confirman los que ya nacieron, sin que lo hayamos notado siquiera.
*Poeta, autor de Suspendido.