Esto que les cuento me ocurrió siendo muy niño, teniendo tres o cuatro años de edad y hasta no mucho más de los diez. Muy próximo a la casa rural en la que vivía con mis padres y hermanos, unos metros más allá de la huerta, se hallaba una familia muy especial, que yo había bautizado “Los Jamones”. Jamón padre, Jamona madre y los tres Jamoncitos. Yo sentía gran afecto por toda la familia y me pasé largas horas de mi infancia conversando con ellos. Mi debilidad era la segunda hija, Jamoncita mediana, era quien más festejaba mis ocurrencias, con la que compartía toda clase de juegos y travesuras, y con la cual pasaba la mayor parte del tiempo imaginando cómo sería nuestro futuro de grandes y, a lo mejor, lejos de ese lugar. Los visitaba muchas veces en el día. Cada vez que me resultaba aburrido estar en mi casa, ir de Los Jamones era la solución. Allí siempre encontraba una mirada cálida, una sonrisa franca y algo imaginativo para hacer. Jamón padre y Jamona madre eran afectuosos y comunicativos entre ellos y también con sus hijos. Eran gente simple, optimistas, de buen humor y siempre dispuestos al diálogo. Siempre decían que su verdad no era absoluta y que no hacía falta que todos pensáramos igual para construir un mundo mejor.

Todo esto yo solo lo intuía a esa edad, pero más adelante tuve la certeza de que ese contacto con ellos marcó mi niñez y por lo tanto el resto de mi vida. Con semejantes padres imagínense que los tres jamoncitos eran niños muy queribles, más que nada por lo comprensivos. Muchas veces hubiera deseado que realmente sean hermanos míos. Mis hermanos, en cambio, solo pensaban en pelearme y burlarse de mí. Me Pegaban y decían que a mí me faltaba un tornillo, por eso hablaba con gente que sólo yo podía ver. Ellos eran tan necios y andaban preocupados en estupideces como tener ropa a la moda, relojes lindos y otras cosas que se conseguían con plata, que ni siquiera habían advertido la presencia de Los Jamones.

Con Jamoncita mediana solíamos hacer casas con ramas y pasto, luego pasábamos allí largos ratos, en realidad yo me terminé enamorando de ella (o algo parecido, era muy chiquito y de eso no sabía nada). Algunas veces cuando me daban ganas de decirle que la quería, empezaba a tartamudear y no me salían las palabras lindas que hubiera querido decirle, entonces me escapaba corriendo hasta mi casa, le pedía a mi mamá que me haga una chocolatada y al rato volvía como si nada. Con ella caminábamos juntando flores silvestres, a veces tomados de las manos, en oportunidades Jamoncito menor nos perseguía, a mí no me gustaba demasiado, pero entendía que era el hermano de esa persona que yo quería tanto y así me molestaba menos. Jamoncita mayor, en cambio, era como más adulta, pese a no llegar ni siquiera a ser adolescente, no le agradaba cuando jugábamos con barro y prefería leer novelas debajo de un árbol. A la hora de la cena, sentado en la mesa con mi familia, contaba mis experiencias con los jamones durante el día. Mis hermanos se mostraban indiferentes, mi padre arrugaba la cara desaprobando esa relación y solamente mi madre me hacía preguntas acerca de ellos y festejaba esos encuentros. Más de una vez tuve que describírselos, ya que, pese a vivir tan cerca, todos ellos coincidían en que jamás los habían visto y se tapaban la boca para que yo no viera como se reían de mí.

A medida que fui creciendo las visitas a los Jamones fueron más espaciadas, pasando hasta semanas enteras sin ir a verlos. Hubo un mundo fuera de ese lugar que me estaba llamando, y yo lo escuchaba.

Un día, ya siendo un hombre mayor, cuando ya tenía muchas canas y arrugas, volví a ese sitio. La casa en la que me crié estaba abandonada, era una tapera en ruinas al punto que daba trabajo reconocerla. La maleza había invadido la construcción, que solo era un refugio de ratas. Sentí ansiedad al caminar lentamente esos breves metros que me separaban de la casa de los Jamones. Al llegar al lugar no lo podía creer. Allí estaban ellos, idénticos a como los deje en mi infancia, con la misma sonrisa, con esa pureza tan propia de ellos que los cubría como un aura. Enseguida busqué con la vista a Jamoncita mediana. Seguía siendo una niña de ojos radiantes que me iluminó al mirarme. Al rato todos vinieron a rodearme, decían que fue ayer a la tardecita el último día que estuve allí, que les dije hasta mañana, apurado por irme porque se me hacía tarde para cenar y mis padres no querían que anduviera sólo de noche. Jamoncita mediana, con su voz más dulce, agregó que me estaban esperando con el mismo deseo de siempre. Me reí, aunque tuve ganas de llorar, di media vuelta, desandé el camino hacia mi vieja casa y comprendí que ellos, sin moverse de ese lugar, habían llegado más lejos que nadie.