Es el único balneario de la costa argentina donde el sol sale y se pone sobre el mar, “Monte Hermoso del sol a sol”, dice el slogan. Sus aguas son 6° más cálidas que el resto de las playas y su faro Recalada, el más alto de Sudamérica. Ilumina hasta 52 kilómetros, con revestimiento metálico diseñado por los arquitectos franceses que confeccionaron las vigas de la Torre Eiffel.
Pero no estamos acá para atraer turistas. A veces el faro, primera novela de inspiración autobiográfica de Vera Palmeri, va más allá del anclaje geográfico. Centrada en la relación de una abuela con su nieta, cuenta la historia de la familia fundadora del balneario desde la intimidad. De este modo, A veces el faro, funciona como representación de los orígenes de un país. A partir de hombres y mujeres reales, el lector accede en primera fila a una Argentina en construcción. Mientras el pueblo crece, las familias se asientan y buscan un futuro, la novela recrea momentos que se vuelven representativos de lo que fue la historia argentina a principios del siglo XX.
“Muchos atardeceres de verano, cuando hacíamos con mi abuela largas caminatas hacia el faro sobre la arena mojada, la espuma dorada por el yodo nos sanaba los pies. El faro trazaba una raya en la arena que nos indicaba un límite. Mi abuela entonces se frenaba y teníamos que dar la vuelta”. La narradora estructura la novela sobre múltiples y pequeños recuerdos con su abuela, una mujer diferente para la época: modelo publicitaria de cigarrillos, toma vino tinto en copa de cristal a la hora del copetín, nunca habla de tragedias y una vez por año hace la valija y saca un pasaje en barco de carga rumbo a Europa. Allí pasa meses y haciendo base en la casa de la familia dinamarquesa de su marido (quien paradójicamente jamás vuelve) recorre sola el continente.
Pero es necesario ir al origen de todo. Y en el origen, hay un naufragio. La goleta Lucinda Sutton había zarpado desde Nueva York contratada para transportar hasta la Argentina, un cargamento de maderas de pino brasileño. Pero el 31 de marzo de 1917, antes de llegar a Bahía Blanca, en medio de una sudestada, el capitán ordenó arrojar el cargamento al mar para salvar a su tripulación. La goleta encalló junto al faro Recalada y con los días, cientos de tablas fueron llegando a la orilla. En el remate, Silvano Dufaur dueño de 4 mil hectáreas en la zona, compró la madera, contrató un ejército de operarios y en el tiempo récord de cuatro meses, construyó el primer hotel del balneario. El “Hotel de Madera” (así lo llamaron los lugareños, el nombre oficial era “Hotel Balneario Monte Hermoso”) tenía 140 metros de frente y 40 habitaciones. Se inauguró el 1 de enero de 1918 con bombos y platillos, los hombres debieron asistir de frac y las mujeres de vestido largo. Con aires europeizantes, el hotel tenía chef propio, barman y un servicio de playa top que incluía casillas de madera para poder cambiarse y alquiler de traje de baño. Llegaban familias pudientes de Buenos Aires y Bahía Blanca a pasar sus vacaciones.
Aquí es donde entra en escena la familia de la narradora de A veces el faro. Su bisabuelo, Antonio Benito Costa – un radical dos veces intendente de Coronel Dorrego – compra el hotel y lotea los terrenos aledaños. La compra de Costa tuvo ribetes más románticos, en un intento por cambiar de estilo de vida, se instala en el balneario con el objetivo de convertirlo en un punto turístico. Allí es donde crece la abuela de la novela y donde más tarde la narradora pasará todos los veranos de su infancia y adolescencia.
Hasta aquí el anclaje histórico. Pero lo que se cuenta en A veces el faro es una historia de amor. Porque Chicha – así se llama la abuela – había sido una madre distante que entregaba a su hija al cuidado de niñeras. En cambio, en un amoroso acto de reparación, logra convertirse en un ser único y esencial para su nieta. “Esperaba todo el año para ir a esa casa. Había una intriga allí para mí, había un hombre que amaba a una mujer, había una mujer bella que sembraba flores, un perro franco-inglés, y un mar debajo de un médano”. Cada verano la nieta recorre setecientos kilómetros desde Buenos Aires, para cambiar el agobio de la ciudad y el colegio bilingüe, por esa casa mágica, y la playa de aguas cálidas. Durante las siestas que comparten, la abuela desenvuelve ante los ojos curiosos de la niña, pequeños objetos de sus viajes por el mundo – cucharitas de plata con las banderas de diferentes países, corazones de vidrio o de cristal, bolsitas de seda con collares dentro. “Se creaba una luminiscencia cuando los retiraba de la oscuridad de los envoltorios. Objetos que yo imaginaba le habían dado enorme satisfacción en el pasado y ella, como ninguna, sabía nombrar la felicidad”.
Lo interesante, es que la casa de A veces el faro dista bastante de lo que el imaginario popular propone como la casa de los abuelos. La abuela no cocina, en las comidas corta medio tomate y un huevo duro, lleva a la nieta a la playa con lo puesto y en la peor hora. Le cuenta de su romance con Wilker, el capitán de uno de los barcos que ella tomó rumbo a Europa, y cómo -al estilo comparable hoy a Leo Di Caprio y Kate Winslet en Titanic - se trepan al mástil y juegan a contemplar el mundo desde otra perspectiva. Una escena que opera simbólicamente en el texto para una abuela que dice: “Las cosas no están en falta sino en función de las expectativas que se tienen. O “el deseo es un motor que no para”.
Sin pretensiones y con el pulso firme, Palmeri nos sumerge en un mundo íntimo que nos permite asistir de manera paralela, al nacimiento de un país y al despertar de una niña frente a una abuela nada romántica.
Hacia el final en una escena colmada de lirismo y poesía, niña y abuela hacen algo prohibido: juntas, suben al faro. “Llegamos, me dijo debajo de esa luz que la volvió alma, pájaro, seda. Yo que estaba unos escalones más abajo, la vi alta, etérea, más delgada que nunca, casi transparente. Temí que se fuera volando”.