“Si quiero hablar de mi violación, tengo que pasar por esto. Es una fantasía que tengo desde que era niña. Diría que es un vestigio de algo de educación religiosa que he recibido a través de libros, tele y demás niñes. Las santas, atadas, quemadas vivas, las mártires son las primeras imágenes que me provocaron una emoción erótica. La idea de ser entregada, forzada, obligada era una fascinación mórbida y excitante para la niña que yo era entonces”, relata Virginie Despentes, en Teoría King Kong.
Estamos frente al mejor lubricante sexual: la fantasía; y frente el peor condicionante colectivo: lo patriarcal. Existen constantes que emanan de un dispositivo cultural omnipresente que coloniza hasta el inconsciente, reafirma la distribución milenaria del poder y predetermina fantasías eróticas. Aunque cada quien fabrica las propias, se establecen tendencias: mujeres que fantasean con ser sometidas, varones que fantasean con someter. Según la misma autora “a los hombres les gustan los hombres. Nos explican cuánto les gustan las mujeres, pero sabemos que son solo palabras. Se quieren entre hombres. Se follan unos a otros a través de las mujeres, mucho de ellos piensan en sus amigos mientras la meten en un coño”.
La imaginación es la materia prima de la actividad sexual. Pero no hay norma, cada subjetividad baila con sus propios fantasmas. Lo que excita a unas puede asquear a otras, lo que nunca haríamos en la realidad puede agitar calenturas delirantes desde el pensamiento. Las fantasías sexuales a veces se autoreprimen ¡tal es el poder de la falsa moral!, son incorporales, pero pueden ser heavy. Sea como fuere, sin ficciones lascivas (dicho en fino), o sin hacerse los ratones (dicho en jerga), ni siquiera se logra una masturbación. Sin alucinar no se obtiene goce en el autoerotismo, ni en la pareja, ni en el Gang Bang.
A todo esto, ¿qué es el orgasmo?, el encuentro entre la fricción adecuada y la fantasía eficiente. También es el matador de las fantasías sexuales. Las más locas ficciones voluptuosas (ésas que nos precipitan a la compulsión y el éxtasis) son como la muerte del cisne: su canto preanuncia el final. El orgasmo produce un olvido desmesurado de lo real, un juego de acontecimientos ausentes, un desvanecimiento pre-éxtasis, una petite mort.
Las fantasías y la seducción son del orden de la ilusión. Seducir es morir como realidad y producirse como simulacro, dice Jean Boudrillard, en De la seducción, caer en nuestra propia trampa, movernos en un mundo encantado. Seducir y fantasear son estrategias del deseo, ese anhelo de lo que nos falta, según Platón, esa sobreabundancia de potencias productivas, según Deleuze.
Veamos una historia. Hay un soldado que se encuentra con la muerte en un callejón y cree que le hace un gesto amenazador. Corre al palacio del rey a pedirle su mejor caballo para huir de la parca. Durante la noche cabalga y cabalga y llega muy lejos, hasta Samarcanda. El rey convoca a la muerte y le reprocha que haya espantado de ese modo a su servidor. La muerte le responde asombrada que no quiso causarle miedo, que simplemente hizo un gesto de sorpresa al ver a ese soldado, ya que tenía para la mañana siguiente una cita con ella en un lugar muy lejano llamado Samarcanda.
Esta historia (exhumada por Baudrillard), del soldado que intentando escapar a su destino se dirige a su encuentro, tiene seducción porque la muerte aparece sin estrategia, sin artimaña y -al mismo tiempo- la situación adquiere la profundidad inesperada de lo que ocurre al margen, un poco a espaldas de las voluntades. La muerte deja hacer. Esta despreocupación le otorga encanto, por eso el soldado se apresura a encontrarla. Así funciona la seducción y las fantasías sexuales. Nos atrapan en una red ilusoria y nos arrojan a mundos imponderables. En el inmaterial mundo de las fantasías no existen perversión. Lo perverso no se queda en lo en lo imaginario, pasa a la acción, se arroja a la realidad, sustituye a lo ficticio.
Un alumno se atrevió a señalarle a Hegel que su idea de Estado era impecable, pero ese Estado no existía en la realidad. El profesor pensó un poco y respondió: “Tanto peor para la realidad, joven, porque mi idea es perfecta”. Lo fascinante no es lo real, sino lo ideal. La imaginación todo lo hace posible. “La loca de la casa” le decía Teresa de Ávila. A lo posible se lo puede adornar con mil sentidos. La ficción en el juego sexual es la liberación de los simulacros, los fantasmas del deseo actuando en el proscenio de las quimeras de la carne, un Cirque du Soleil de cabriolas obscenas, nos encandilamos hasta con lo escurridizo y lo peligroso. Si viéramos un cártel que dice “esta puerta da al vacío” una tentación morbosa nos perturbaría. ¿No es lo desconocido e imaginado un subyugante canto de sirena?
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Follar es fantaseo y soporte corporal, incluso en esa tecnomasturbación que es el sexo virtual. Si bien existe necesidad existencial de ficción más allá incluso de las pulsiones sexuales: contamos y cantamos fábulas infantiles, leemos, vemos y escuchamos relatos ficcionales -sin solución de continuidad- en el arte, el espectáculo, las conversaciones y hasta en la ciencia, otra construcción preñada de ficciones. Las hipótesis científicas son supuestos. Imaginarios que, mientras coincidan con la contrastación empírica, se consideran ley. Pero siguen siendo hipótesis (ficciones). Pues una nueva contrastación podría falsarlas. También la sexualidad necesita sus ficciones. Un músico desgarbado comenzó a pasear por las calles mientras interpretaba una embriagadora melodía que encantaba a los ratones. Salían de los más recóndito de sus guaridas y seguían embelesados los pasos del flautista. Y, así, al compás de sus artilugios logró que todos los ratones se evadieran de sus escondrijos. Se pisoteaban entre ellos, se cruzaban, se interponían, se sentían libres y corrieron, corrieron hasta que perdieron de vista las murallas de la ciudad de Hamelín. La inventiva popular identificó las fantasías sexuales con los ratones del cuento de los hermanos Grimm. En la narración original los ratones se ahogan en aguas torrentosas. La misma suerte corren las fantasías sexuales, se hunden y desaparecen en el momento mismo en que son arrasadas por la brusca y deliciosa carcajada de un orgasmo.