Este martes murió el gran escultor argentino Norberto Gómez, nacido en 1941. Desde los tiempos de los salones Ver y Estimar de fines de los años '60, Gómez se lanzó al ruedo con obras que analizaban la naturaleza de las formas geométricas a través de rítmicas mutaciones y de formas derretidas, en las que el escultor violentaba el rigor matemático de ciertos prismas y cilindros en contrapunto con el minimalismo y otros formalismos. Más adelante, durante la dictadura, como escribió Miguel Briante, Gómez “moldeó en resina entrañas humanas que podían estar asándose en una mesa de living, que era una parrilla”. Toda una serie de piezas remiten de manera directa al cuerpo y las tripas bajo tortura y Gómez las expuso en 1978, en la galería Arte Nuevo.
La mirada crítica, detallada y artesanalmente obsesiva de Gómez se formó desde su infancia entre ebanistas y luthiers. Luego, en la adolescencia, pasó por la Escuela Nacional de Bellas Artes Manuel Belgrano y por un taller cooperativo de Parque Lezama, orientado por Juan Carlos Castagnino. A mediados de los '60 viajó y se quedó dos años en París, donde además de recorrer museos trabajó como asistente de Julio Le Parc, como lo fue, también, de Berni.
Siguiendo a Briante, Gómez “también tuvo la etapa en que exhumó grandes huesos prehistóricos –o absolutamente contemporáneos–; después hizo ver que en el diseño de las catedrales –en sus torres, en sus relieves, en la huella de los artesanos medievales– estaba el diseño de todos los instrumentos de tortura inventados por el hombre”.
De los cuerpos, huesos y vísceras que el artista había realizado durante la dictadura, pasó en los ochenta –apenas recuperada la democracia– a construir una larga serie de armas: mazas, látigos, grilletes, espadas, cadenas, punzones. Con estas armas invirtió el punto de vista. Si hasta ese momento el artista había remitido con su obra al padecimiento de las víctimas de la violencia, la serie de las armas era un modo de pensar la violencia desde el punto de vista de los victimarios. Una paradoja que exhibía la violencia de un modo quizás más descarnado e inquietante.
Obras patinadas, como si fueran pesadas piezas de metal, son de cartón, de cartón pintado. Reales hasta el barroquismo en los detalles, y al mismo tiempo falsas por ese mismo, artificioso, barroquismo. Un museo del verdugo, tan atroz como ficcional.
Para referirse a un grupo de obras de fines de los ochenta y comienzos de los noventa, Briante escribió que “a distancia, las esculturas que ahora presenta Norberto Gómez parecen un remedo de los clásicos y hasta de los clásicos populares, si se entiende por popular ese despliegue de heráldicas, de símbolos religiosos –leones, santos, angelitos, armas, escudos que a su vez repiten esos leones, esos santos, esos angelitos, esas armas– que pueblan Roma y, gracias al oficio de aquellos frentistas que llegaron con la inmigración a la Argentina, pueden estar en cualquier casa de cierta edad del barrio de Mataderos”.
En 1991, el escultor ganó la Beca Guggenheim y el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires organizó una exposición retrospectiva. A fines de los años noventa, la Comisión Pro Monumento de las Víctimas del Terrorismo de Estado le encargó a Norberto Gómez una de sus “armas” en versión monumental, que hoy está emplazada en el Parque de la Memoria.
En 2016 el Museo Nacional de Bellas Artes le dedicó una gran exposición a Norberto Gómez, en la que el escultor mostró obras de los años sesenta reconstruidas, junto con otra larga serie de piezas completamente nuevas, que había realizado entre 2013 y 2016. Ambos conjuntos eran completamente blancos. Aquella muestra se podía ver como continuidad (aunque no del todo) en el tiempo: todas las obras jugaban con el lenguaje de la geometría y muchas, con el de la arquitectura.
Ambas series estaban separadas por más de cuarenta años. La continuidad entre las dos sin embargo resultaba notoria. Pero la continuidad era también disruptiva, dado que el hiato que las separaba, al mismo tiempo era también evidente. La relación de cercanía entre las series se daba por la contigüidad, la blancura y la entonación geométrica. Y también por haber sido –las piezas históricas– reconstruidas hoy, con la misma técnica en que están realizadas las obras nuevas: impresiones en 3D. Había artesanía en articulación perfecta con la tecnología.
Gómez tenía una impresionante lucidez y su forma de ver el mundo y el arte siempre fue ferozmente veraz, ácido y descarnado. Para aquella exposición en el Museo Nacional de Bellas Artes, dijo que “aquellas obras de fines de los 60 que ahora recreamos no me las planteaba como efímeras, eran efímeras pero sin planteos. Las hacía con los materiales que me quedaban de mis trabajos de carpintería. Casi todas se perdieron o se destruyeron y otras después de ser obras se transformaron en estantes. De las originales queda una que la tiene el museo de Bellas Artes de La Plata. Cuarenta años después, gracias a la tecnología, las pude reconstruir como dibujos 3D, una muy buena experiencia que estimuló mi deseo de traerlas nuevamente a la materialidad. Ahora ya no son tan efímeras, son de madera sólida y tienen 16 capas de pintura.” […] “No me aferro a lo que hago: si no queda bien lo tiro a la mierda aunque haya trabajado diez días en eso. No es un negocio, no hay nada que ahorrar, no soy una pyme. Muchas veces abandono obras que estoy haciendo, se ponen difíciles y no tengo más ganas de discutir con ellas. Si seguís la discusión por ahí las convencés, pero no tengo ganas, las tiro. No es tan importante”.
“Reivindico las manos y los oficios, pero no reniego de las nuevas herramientas que son maravillosas", señalaba el artista. "Nosotros acá, en la periferia del mundo, crecemos en macetas, bastante bien dentro de todo, pero en macetas. Si nos plantaran en la tierra, sería insospechado a dónde llegaríamos. Eso es lo que pasa en el primer mundo, que no crecen en macetas”. Finalmente, sobre el destino de su obras, Gómez decía: “Son patrimonio de la memoria de los que las ven. Ese es el destino”.